CAPÍTULO 27 — El rostro detrás del nombre
Era de noche, y las sirenas seguían sonando como un eco lejano del desastre. Los paramédicos se movían rápido, cubiertos de sudor y tierra. Uno de ellos, al alumbrar con su linterna, gritó:
— ¡Aquí hay alguien! ¡Está con vida!
El hombre yacía entre vigas torcidas y bloques de concreto. Su rostro estaba tan hinchado que resultaba irreconocible. Tenía el pulso débil, pero seguía latiendo. No llevaba documentos, ni billetera, ni anillos, nada que pudiera revelar su nombre.
— ¿Cómo sigue? —preguntó otro paramédico mientras le sostenía la cabeza.
— Respira, pero está al límite. Hay que sacarlo ya.
Con esfuerzo, lo subieron a la camilla y lo trasladaron al hospital más cercano. En la ambulancia, el silencio pesaba más que las sirenas. El paramédico que iba a su lado lo observó unos segundos antes de colocarle una máscara de oxígeno.
— Aguanta, amigo —murmuró—. No te vayas ahora.
El hospital San Vicente estaba colapsado de heridos aquella madrugada.