Mundo ficciónIniciar sesiónNo sé cómo conduje de vuelta. Mi mente estaba en blanco, mis manos apretadas al volante. Posiblemente, me salté un par de semáforos. Apenas llegué a casa, entré como una tromba. La humillación del dolor se había decantado en un coraje. La primera acción de mi mente lógica fue la depuración.
Abrí el armario, saqué una maleta de viaje, empecé a vaciar su lado, arrojando sus trajes de diseñador, camisas sin arrugas, corbatas de seda, todo dentro apiñado.
Puse mi peso sobre la maleta tratando de cerrarla, maldije sacando una camisa que bloqueaba el intento. Un ruido de motor atronó en la entrada. Le siguió el sonido de la puerta azotándose y el trote acelerado de sus zapatos subiendo las escaleras. Estuvo siguiéndome.
Nicolás irrumpió en la habitación.
—¿Qué haces? —exclamó, agitado.
Mi voz era tan baja que apenas la reconocí.
—Lo que ves. Te largas, Nicolás. No quiero saber nada de ti.
—Isabela, escucha. Ahora mismo estás alterada, ¡es una reacción exagerada!
Lancé la camisa contra su pecho.
—En ese caso ¿Te felicito por ser tan ordinario y cliché de cogerte a tu secretaria sobre el escritorio de tu oficina?
—No significó absolutamente nada. Fue un desliz, un accidente...
Una risa carente de humor, escapó de mi garganta.
—¿Ah, sí? Entonces, te deslizaste por accidente dentro de su vagina.
Él dio un paso hacia mí, levantando las manos, suplicante.
—¡Isabela, escucha! Estoy pasando por un mal momento en el trabajo, ¿no lo ves? ¡Ella se abalanzó! Estaba a punto de apartarla, mi amor. Llegaste justo en ese instante. No te me pongas así por Dios.
Retrocedí, señalándole con un dedo acusador: —Sé lo que vi. No me vengas con el cuentecito de estrés laboral. Lo que hiciste fue una falta de respeto asquerosa.
—Soy humano y hombre, Isa…— intentó explicarse.
Quería gritar, romper algo, vaciarme de esa sensación hueca que tenía dentro.
—He ignorado tus rabietas de niño grande —le recordé—. He tragado tus desplantes, abusos, humillaciones. Pero esto… no te lo voy a perdonar. No creí que fueras capaz de ser infiel.
—Cometí un error. Eres la única mujer a la que amo. No quiero perderte.
Di un paso hacia él. —Es el mayor ejemplo de que no me amas. Ahora, puedes hacer lo que se te dé la gana con tu vida. Lárgate.
—¡No me iré! Esta es mi casa. —bramó de repente, apuntando al piso
Asentí, yendo directo al armario, recogí mi propia ropa como pude.
—Bien. Si no te vas tú, lo haré yo. Ya me tienes harta.
—¡No! —sujetó mi brazo—. ¡Tú no vas para ningún lado, Isabela!
—Suéltame.
El zarandeo causó que las prendas cayeran al suelo.
— No sabes lo que estás haciendo.
—¡Que me sueltes!
Afianzó su agarre en mi piel, el miedo me paralizó. Su rostro estaba descompuesto por la cólera. Él levantó la mano. Mi mente se inundó por el recuerdo de la última vez, el dolor sordo, la promesa de que «nunca más lo haría».
El sonido del timbre de la casa, congeló todo.
—¿Quién demonios será? —masculló, soltando mi brazo.
El timbre volvió a sonar, más insistente, esta vez.
Tomé distancia de él, frotando la piel donde aún sentía la presión de sus dedos. Él se ajustó la camisa, enderezó el cuello, tratando de mermar su estado alterado.
—No te muevas de aquí —indicó, marchando rumbo a la entrada.
Como si fuera a obedecerle.
Bajé también, quería ver quién no paraba de timbrar. Alcancé a oír a Nicolás, desde el rellano.
—Lo siento, ella no está.
—Sí, sí que está —La voz que respondió era joven, femenina, ligeramente petulante. — Su coche está afuera.
—Me refiero a que no está disponible —habló él, en un intento de ser cortés.
Acorté la distancia. Lucía cargaba su mochila al hombro, mirándolo fastidiada. Ella me notó.
—¡Isa! —Saludó sonriente.
La molestia que le causó a Nicolás: que Lucía pasara de largo, entrara en la casa ignorándolo, y se enganchara de mi brazo. La pude medir en seguida.
—Te necesito urgente.
—Ahora no puede, está... —empezó Nicolás.
Lucía no lo dejó terminar, dirigiéndose a mí. —¿Puedes, o tu papá no te deja?
Nicolás se puso rojo. —¿Su qué? Yo soy su marido.
—Ok. Pues marido, si no te importa —Lucía se inclinó más a mí—, ¿Isa, me ayudaría con algo en mi casa?
Mientras Lucía hablaba de electrodomésticos y algo sobre su lavavajillas, vi a Nicolás haciéndome un gesto de ni se te ocurra.
—¿Verificamos si el tuyo hace lo mismo? Porfi, porfi, porfi.
La oportunidad era de oro. Podía usar esto de excusa y así tomar algo de aire, ambos estábamos nerviosos y no era oportuno permanecer aquí.
—Claro que sí, vamos —le sonreí, entrelazando nuestros brazos.
La cara de Nicolás de: ¿Qué demonios estás haciendo? Fue épica. No refutó nada, gracias a que el celular le vibraba sin parar en el bolsillo de su pantalón. Era del trabajo, la única fuerza más grande que su ego. Exhaló irritado checando el aparato. Él debía volver a la oficina.
Sin perder más tiempo, salimos juntas.
...
Una vez dentro de la cocina. Revisé el panel del lavavajillas. El mismo modelo que tenía en casa. —¿Qué le pasa exactamente?— Quise saber.
Lucía parecía algo incómoda.—Perdóname, Isa. Sí funciona.
—¿Pero dijiste que necesitabas...?
—Necesitaba una excusa para sacarte, de ahí —Ella comenzó a explicar: —Volví del instituto. Iba a entrar a casa, y te vi aparcar histérica. Luego vi a tu marido entrar detrás de ti… y no sé, me dio mala vibra — se acercó, apretando mis manos. —¿Estás bien?
Sonreí, luchando por la compostura. Acaricié su cabeza.
—Sí, Lucía. Estoy bien. Verás, a veces las parejas tienen discusiones…
Su rostro se tornó serio:—Yo no es que fuera chismosa, ¿eh?... di una vuelta por el jardín y pasé cerca de la ventana de la cocina de tu casa. Estaba entreabierta. Oí que decías que te ibas a ir, él no te dejaba.
Suspiré insegura de qué inventar. —Se trató de un mero drama marital, Luci.
—Lo supuse. Bien dicen que lo que pasa entre marido y mujer es cosa de ellos.— Ella chasqueó los labios. — Solo que… yo lo vi, te escuché gritar, ahora es mi problema. — recitó mis propias palabras.
En ese instante, al darme cuenta de que alguien más, había sido testigo de mi humillación, de mi miedo. Una sensación horrenda de llanto me invadió. Comencé a sollozar a moco tendido frente a Lucía.
Limpié mis lágrimas, usando el pañuelo que ella me ofreció.
—Gracias. Debo lucir patética ahora mismo.
—Claro que no —debatió ella—. Estás pasando un mal rato. Parece que ocurrió algo muy grave…
No deseaba entrar en detalles con una chica tan joven, que lidia con sus propios demonios. Evidentemente, contarle sobre la infidelidad y los abusos era demasiado.
—Descubrí cosas de mi matrimonio que me decepcionaron un montón. Requiero tomar distancia de él.
—¿Te vas a mudar?
—Si nos divorciamos, posiblemente sí.
Lucía analizó, pensativa, mordiéndose el labio inferior. —¿Tienes a dónde irte hoy?
—No. Va a tomarme tiempo organizar un contrato de alquiler.
Se le iluminaron los ojos. —En ese caso… te puedes quedar en una de las propiedades de mi familia.
—¿Cómo así?— la miré desconcertada.
—Mis padres tienen un apartamento extra que rentaban a estudiantes. Ahora mismo está desocupado. Vivirías allí sin ningún costo.
—¡No, Lucía! ¿Cómo crees? Sería demasiado.
— Es un piso que no tiene inquilinos ahora mismo. Te puedo llevar yo misma. Dijiste que querías tomar distancia, es una buena opción.
La idea sonaba sensata. Pelear con Nicolás sería inútil; él no iba a dejar la casa. Si realmente quería alejarme, tenía que hacerlo yo.
—Pero... tengo que hablarlo con tu hermano. No es algo que pueda tomarse a la ligera.
—No te preocupes. Yo le avisaré. Él está sumamente agradecido por lo que hiciste por mí. —Sonrió emocionada—¿Te ayudo a empacar?
No sabía si la capacidad de convencimiento de Lucía era asombrosa o si mi desesperación era muy grande.
Arribamos a un edificio moderno en una zona residencial privada. El hall, amplio, revestido en mármol y cristal. El ascensor nos llevó hasta el décimo piso.
—Aquí está —indicó Lucía, tecleando en el panel—. El código es 4-5-8-2.
El apartamento tenía una vista preciosa de la ciudad, muy luminoso, de tonos neutros, muebles minimalistas. Un lujo que confirmaba que los estudiantes pagaban un dineral de renta.
—Gracias, Lucía. Por todo —Coloqué mi maleta en la habitación, tomé de nuevo las llaves del auto—. Voy a llevarte.
—¡No, no! Pedí un taxi, está esperando abajo. Tengo cita con la psicóloga.
Asentí. —Avísame cuando vuelvas a casa, ¿de acuerdo?
Nos despedimos abrazándonos fraternalmente. Ya estando sola decidí bañarme.
...
Estuve un buen rato bajo la lluvia artificial, calmando mi cuerpo y emociones. Una vez terminé, busqué a tientas la toalla. No había ninguna. Claro, tonta. Es un piso de alquiler vacío.
Salí del baño. Caminé dejando huellas y gotas hasta la habitación, tenía que ver si metí una toalla o un albornoz.
La puerta principal de la habitación se abrió de golpe. Aterrada di un respingo, gritando.
Un hombre ingresó, apuntándome con un arma.
Alcé las manos, desnuda, vulnerable, mojada.
Alejandro abrió los ojos, impactado.







