La noche en Grayhaven se había cerrado sobre las calles estrechas y silenciosas, dejando que el viento marino empapara de humedad los ventanales de la posada donde se alojaba Allyson Drake. Había encendido una lámpara de mesa, la luz tenue derramándose sobre la carpeta de apuntes y el pequeño teléfono satelital que mantenía a su lado como si fuera un salvavidas.
Respiró hondo antes de marcar la línea segura del FBI. Un par de segundos de estática y luego la voz conocida del otro agente supervisor a cargo Matthews rompió el silencio.
—Drake, hemos estado revisando el material que enviaste. —Su tono era grave, con esa cadencia que usaba cuando las cosas se volvían serias—. Hay algo que no encaja.
Allyson se irguió en la silla, cerrando el portafolio a medias para concentrarse.
—¿Qué encontraron?
—Las tres muertes que nos interesan… no fueron simples accidentes o coincidencias —explicó Matthews—. El forense encontró patrones extraños: sustancias en la sangre que no corresponden a nada le