La niebla seguía cubriendo Grayhaven como un manto espeso, denso y frío, de esos que parecían tragarse los sonidos y distorsionar las distancias. Allyson decidió salir a caminar para despejar la mente. Había pasado la mañana revisando sus notas en la habitación del hostal —una estancia pequeña, paredes color crema, cama individual y una lámpara de luz cálida que apenas alcanzaba a iluminar un rincón—. El aire del cuarto se sentía pesado, como si las paredes guardaran ecos de conversaciones antiguas, y eso terminó de empujarla a salir.
Llevaba las manos en los bolsillos de su abrigo oscuro y el cabello suelto, moviéndose con el viento húmedo. Sus pasos resonaban apagados contra la acera mojada. Grayhaven estaba casi desierto esa mañana, apenas un par de figuras difusas cruzando calles o cerrando las puertas de las tiendas. Era un pueblo que parecía tener su propio ritmo, uno en el que las miradas duraban un segundo más de lo normal y los saludos siempre venían acompañados de una evalua