Asteria permanecía sentada al borde de la cama, con las manos apretadas sobre su regazo como si intentara evitar que su nerviosismo se extendiera más allá de su cuerpo. Sus ojos seguían los movimientos torpes del cachorro que jugueteaba en la manta, pero su mente estaba atrapada en bucles interminables de recuerdos. El calor que aún persistía en sus mejillas era un recordatorio punzante, un eco ardiente del momento del cajón que no podía borrar, por mucho que lo intentara. Sentía como si aquel pequeño paquete hubiera dejado una marca invisible, pero imborrable, en su piel.
La tensión en el aire se rompió cuando Lysandra habló. Su voz, siempre ligera pero cargada de curiosidad, atravesó el silencio como una daga suave pero precisa.
—Entonces… —comenzó con un destello divertido en sus ojos—. ¿Qué había en ese cajón que te puso tan nerviosa? ¿Un bicho, quizás?
Asteria sintió cómo su rostro se encendía al instante, el color inundando sus mejillas como si su vergüenza fuera un río desbo