Al día siguiente
Alondra observaba a Verónica con los ojos encendidos por la desesperación.
Estaban sentadas en una cafetería discreta, donde la gente entraba y salía sin fijarse en ellas.
Sin embargo, la atmósfera entre las dos mujeres era densa, cargada de secretos y desconfianza.
Verónica, la fiel nana de Rosa, había estado al servicio de los Hang durante años.
Su lealtad a la familia era inquebrantable, pero ahora, frente a ella, Alondra la estaba empujando hacia un terreno peligroso.
—Señora, ¿de verdad no va a volver? —preguntó Verónica con voz temblorosa, casi como si rogara.
Alondra apretó los labios con amargura. Su corazón palpitaba con fuerza, pero su voz era fría, dura, llena de veneno.
—¡Todo es culpa de esa mujercita! —exclamó, dejando escapar su furia en un grito bajo—. Darina me lo ha quitado todo. Mi marido, mi hogar... ¡Y ahora hasta mis hijos!
Verónica ladeó la cabeza, sorprendida.
Ella conocía la historia desde otra perspectiva, sabía que la ruptura entre Alondra y