Anahí no podía apartar la vista de su hijo. Lo veía allí, tan pequeño, tan frágil, con esa mirada esperanzada que partía el alma. Le dolía. Le dolía de una forma que no sabía cómo nombrar. Freddy lo había esperado todo el día. Le habían dicho que su papá vendría, y él lo creyó, con esa fe ciega que solo los niños conocen.
—¿Dónde estás, Alfonso? —susurró Anahí, con la garganta cerrada y el alma hecha pedazos.
Quería creer que todo era un malentendido.
Quería pensar que Alfonso no era esa clase de hombre. Tal vez, en el pasado, había sido cruel, egoísta, incluso frío... pero había cambiado, ¿no?
Le habló de amor, de familia, le juró que quería ser un buen padre. ¿Y ahora?
¿Por qué prometer tanto para desaparecer después?
Un temblor recorrió su espalda.
Algo no cuadraba. Algo dentro de ella gritaba que había una pieza faltante en ese rompecabezas. No era solo abandono.
No era simple desinterés. Había algo más. Un silencio sospechoso. Una ausencia que dolía de forma diferente.
—Si mi hijo