Días después…
La mansión de los Hang, antes llena de vida, se había convertido en una prisión silenciosa. Un mausoleo de recuerdos que lo perseguían a cada paso.
Cada rincón parecía murmurar el nombre de Rosa, y ese eco torturaba a Hermes con una crueldad implacable. Su hermana ya no corría por los pasillos, su risa, su voz, incluso sus recuerdos, ahora eran fantasmas que lo acompañaban día y noche.
Hermes no dormía.
Sus noches se alargaban en una espiral sin fin de pensamientos erráticos.
Apenas comía. Su rostro, antes tan impecable, ahora estaba demacrado, con ojeras profundas y barba desaliñada que nunca se dignaba a afeitar.
Pasaba las horas en su estudio, mirando una foto de Rosa que le quemaba las manos, mientras sus hombres recorrían la ciudad, el país, buscando a Darina Martínez sin descanso.
Pero ella seguía desaparecida, y él… él se deshacía lentamente, cada vez más.
Una tarde gris, cuando la luz parecía desvanecerse lentamente entre las nubes, alguien llamó a la puerta.
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