Una semana después, el hospital quedó atrás.
El sol caía tibio sobre la fachada de la casa cuando Hernán cruzó la puerta principal, envuelto en una manta gris y sostenido por los brazos firmes de un enfermero.
A pesar de su debilidad, había algo distinto en su mirada: no la sombra del miedo, sino el brillo tenue de una esperanza naciente.
Azul caminaba junto a él, sosteniéndole la mano, como si pudiera transferirle fuerzas solo con su tacto.
Una enfermera se instaló en una habitación contigua, monitoreando su recuperación las veinticuatro horas. Hernán apenas podía caminar sin asistencia, pero estaba vivo.
Las palabras del médico resonaban en su mente una y otra vez como un mantra: “Es un milagro que resistiera. Su cuerpo está luchando, y tiene muchas posibilidades si mantiene el ánimo alto.”
Eso bastó para que Hernán decidiera no rendirse.
Azul le acomodó en la cama, colocó almohadas detrás de su espalda y le acercó un té caliente. Mientras él lo sorbía con dificultad, ella se sentó a