En la ciudad.
Brisa no podía dejar de temblar. El frío de la habitación no era el verdadero culpable, sino el miedo que le calaba hasta los huesos. Estaba encerrada, aislada, con la orden tajante de su padre: no podía salir, ni siquiera cruzar el umbral de aquella habitación que ahora se sentía como una celda.
La ventana estaba sellada, el pestillo de la puerta rechinaba cada vez que alguien se acercaba del otro lado.
Era como estar en prisión. Su respiración era errática, el corazón se le agolpaba contra el pecho como si buscara escapar antes que ella. Cada segundo se le hacía eterno, cada sombra proyectada en la pared le provocaba escalofríos.
Su padre lo había dicho sin pestañear, sin temblor en la voz, sin el más mínimo rastro de compasión:
“Ya está todo listo para que abortes. Eso pasará antes de la boda.”
Había dicho “eso”. No “tu bebé”. No “mi nieto”. Solo “eso”. Como si no fuera nada. Como si no fuera parte de ella.
Brisa se había derrumbado en el suelo, llorando con una deses