Cuando sus padres entraron a la habitación del hospital, Hernán apenas podía sostener la mirada. El rostro de su madre estaba descompuesto, pálido, los ojos bañados en lágrimas contenidas.
—¡Hijo! ¿Cómo estás? —preguntó ella con voz quebrada, corriendo hacia él para tomarle la mano con fuerza.
La doctora que los atendía se retiró sin decir nada, su silencio era más elocuente que cualquier palabra.
—Todo bien, mamá —dijo Hernán con una sonrisa forzada—. Estoy muy bien. Eh… solo fue el alcohol, perdón por asustarlos.
Su padre se limitó a asentir, con el ceño fruncido y las manos cruzadas tras la espalda. Siempre fue un hombre de pocas palabras, pero Hernán sentía cómo su preocupación se pegaba a las paredes como una sombra espesa. Era el tipo de angustia que no necesita nombres para doler.
No habían pasado ni cinco minutos cuando la puerta se abrió con un golpe repentino. Era Azul.
—¡Mi amor! —exclamó al verlo, con una mezcla de alivio, dolor y rabia.
Su voz, usualmente dulce como un ca