Tarah abrió los ojos casi al anochecer, sintiendo una confusión abrumadora.
La luz tenue del atardecer se filtraba a través de las cortinas, creando un ambiente cálido y acogedor, pero su mente aún estaba atrapada en la niebla de lo desconocido.
Entonces, vio a ese hombre, sentado en la esquina de la cama, observándola con una expresión que no podía descifrar.
Ella miró a su alrededor, tratando de orientarse en el espacio que ahora ocupaba.
No reconocía ese lugar, ni sus paredes, ni su mobiliario tan lujoso.
—¿Dónde… estoy? —preguntó, su voz temblando mientras intentaba recordar cómo había llegado allí.
—Es un departamento que renté para ti —respondió él, su tono firme y autoritario—. De ahora en adelante, vas a vivir aquí. Vendré a verte de vez en cuando, tendrás acceso a mi dinero, y podrás comprar lo que quieras, pero hay una condición para esto, Tarah.
Tarah frunció el ceño, confusa y alarmada. La idea de estar bajo el control de ese hombre la inquietaba profundamente.
—¿Una condic