Mundo ficciónIniciar sesiónLo siguiente que recuerdo es un golpe seco que me lanzó al otro lado de la celda hasta que la fría pared me detuvo.
Uno segundos después, el guardia me pateó de nuevo sin compasión. El dolor me hizo jadear y despertar por fin. —Despierta, princesa —dijo con sorna, mientras ataba mis muñecas con una soga áspera que me cortaba la piel—. Tres días llevas disfrutando las mazmorras. Hoy decidirán tu destino. Intenté incorporarme, pero el dolor me paralizaba. Apenas pude murmurar: —¿Tres días…? Su risa fue cruel. Otro guardia entró y luego me arrastraron fuera de la celda, literalmente. Mi vestido, en ruinas prácticamente, limpiaba el pasillo por el que me llevaron de vuelta a la superficie. Gemí de dolor en las escaleras. Mis pies aún se negaban a cooperar del todo y estuve tropezando contínuamente. Menos mal que aún me tenían sujetada. Uno de los guardias, cansado de mí y del tiempo que nos estaba tomando subir, gruñó en mi cara. -O caminas por tu propia cuenta o llevo tu cadáver ante el rey. Obligué a mis pies a seguirlos después de eso. Aún tropezaba, pero ahora no había nadie que me sostuviera para no caer al suelo. Me bastaba con que desenvainaran un poco sus espadas para que me levantara lo más rápido posible. Mi cabeza dolía. Mis manos, mis pies... y mi espalda aún ardía como si un hierro caliente siguiera allí, pero no me detendría a preguntarle a cualquiera de los guardias si podía revisar qué pasaba en mi espalda. Por fin llegamos a la puerta y ellos la abrieron con fuerza. El aire frío me golpeó la cara y los rayos del sol me cegaron por un instante. Me obligaron a caminar más rápido. La soga me quemaba las muñecas, y cada paso era una tortura. El camino desde la mazmorra al patio del castillo tardó mucho más de lo que debería. El castillo era enorme, así que sus pasillos eran largos y casi eternos. Pisaba las piedras rugosas del suelo mientras escuchaba los murmullos y susurros detrás de las puertas. Cuando por fin llegamos, una multitud se agolpaba frente a una gran plataforma. No tuve tiempo de admirar la construcción reciente porque me empujaron para que subiera ahí. En la cima me hicieron arrodillarme de cara a la multitud reunida. Gritaban cosas muy feas sobre mí y mi familia... o mis ancestros, más bien, ya que no tenía ningún familiar con vida. Miré hacia mi izquierda y vi la guillotina: su hoja relucía bajo el sol, fría y amenazante, como la sentencia que me esperaba. Piedras y desperdicios comenzaron a volar hacia mí. Sentí la furia en cada lanzamiento. Los gritos de odio me perforaban los oídos. —¡Asesina! —vociferaban. No era solo rabia, era traición. Me acusaban de matar al rey que amaban. No era para menos, él había sido un gran rey. Me dejaron allí arriba unos cinco minutos, mientras el sol me quemaba la piel, nuevas heridas llenaban mi cuerpo gracias a los regalos furiosos que eran lanzados y la soga que apretaba mi carne. Levi, la mano derecha del rey, con voz grave y sin piedad, comenzó a leer mis crímenes. Cada palabra era un puñal. —Traición. Asesinato. Conspiración... Quise gritar, defenderme, explicar que no recordaba nada, que no había hecho eso, pero me amordazaron con fuerza mientras terminaban de leer la lista que no tenía fin. Cuando por fin terminó Levi de hablar, me obligaron a levantarme y me arrojaron hacia una estructura de madera en donde acomodaron mi cuello. Levanté la vista y vi a un costado de la guillotina al nuevo rey, Cornelius. Su mirada llena de odio y satisfacción perversa al verme en esta posición me heló los huesos. Nada que ver con las sonrisas tímidas que me daba cuando comenzó a cortejarme hacía un año. No estaba solo. Con toda la conmoción, no vi que en aquél banquete sangriento no se encontraba su hermanastra, Talia. Ella se aferraba a su brazo y, al parecer, era quien impedía que se lanzara hacia mí con las garras al descubierto. Elevé una rápida oración dando gracias a Nuestra Gran Madre porque ella se salvara. Regresé mi atención a Cornelius, quien chasqueó los dientes en mi dirección. Una sola lágrima bajó por mi mejilla. Los guardias a nuestro alrededor comenzaron a chocar sus espadas contra sus escudos, todos gritando por justicia. El ruido del metal me taladraba los oídos. La multitud rugía con odio y expectación. Otra lágrima cayó por mi rostro. De repente, un silbido cortó el aire. Una flecha se clavó a pocos centímetros del pie del Levi. Otra flecha voló clavándose a unos centímetros de la guillotina. Y otra. Las flechas comenzaron a caer como lluvia. El caos explotó. Gritos. Pedazos de madera que caían. La multitud se dispersó, corriendo para salvarse. Los guardias corrían para proteger al nuevo rey. No me quedé quieta esperando mi muerte a manos de la guillotina o de las flechas. Me levanté rapidamente y miré a mi alrededor. Solo había una vía de escape. Di un agradecimiento a Nuestra Gran Madre por la oportunidad y me apresuré los pocos pasos que me quedaban para llegar a la orilla de la plataforma y saltar. El dolor en mi tobillo fue inmediato. Me torcí, pero seguí adelante, impulsada por el miedo, la adrenalina y la desesperación. Avancé entre el pánico, entre cuerpos que caían y gritos que desgarraban el aire hacia la salida de la plaza a las afueras del castillo. Un rugido de rabia resonó a mi espalda. No me detuve ni giré a comprobar de quién era, pero algo me decía que era de Cornelius. El estrecho pasillo por el que debía de atravesar para salir estaba abarrotado de gente así que tuve que abrirme paso a codazos para poder pasar entre la multitud. Los gritos de la gente eran cada vez más desesperados en medio de la lluvia de flechas que parecía no tener fin. Cuando por fin salí del castillo no seguí a la multitud. El bosque se abrió ante mí, con una promesa de refugio y yo fui hacia allí. Justo di mis primeros pasos dentro, pero entonces, una mano fría me tapó la boca. Una voz familiar susurró: —Silencio. Soy yo.






