La luz se filtraba con violencia entre las cortinas gruesas del ventanal. A Marcos le dolía hasta el parpadeo. La resaca le golpeaba el estómago como si tuviera piedras calientes dentro, y la cabeza le latía al ritmo de una marcha fúnebre. Se sentó en la cama con torpeza, el cuerpo pesado, la boca seca, los ojos rojos y el alma hecha trizas.
El eco de las palabras de su tía Victoria retumbaba en su memoria como un sermón inevitable.
—Estás casado, Marcos. Tienes una esposa que lleva años esperándote, y tú… ¿te enamoras de otra?
Se frotó la cara con ambas manos y soltó un suspiro largo, que no traía alivio, sino más peso.
Se levantó tambaleante y, sin pensarlo demasiado, se sentó al borde de la cama, sus pensamientos lo hizo estremecer, pero no tanto como lo que sentía por dentro.
Isabella.
No sabía cómo llamar lo que sentía por ella. ¿Amor? ¿Obsesión? ¿Una locura pasajera? No tenía nombre, pero tenía raíz. Porque lo que le dolía no era que ella estuviera casada… lo que le dolía era qu