La noche cayó sobre la mansión D’Alessio como un manto pesado. Las luces cálidas de la sala apenas lograban romper la oscuridad que rodeaba el lugar, y Marcos permanecía allí, sentado en el enorme sofá de cuero, con el rostro entre las manos y el cuerpo visiblemente agotado.
El silencio era tan profundo que casi podía escuchar su propia respiración entrecortada.
Fernando se había marchado hacía una hora. Tenía que volver con Leo, su hermano, a quien llevaba días descuidando por estar metido de lleno en el infierno que ambos acababan de destapar. Marcos lo entendía… pero aun así sintió un vacío extraño cuando la puerta se cerró detrás de él.
Y ahora… el silencio lo estaba devorando vivo.
Se dejó caer hacia atrás en el sofá, mirando el techo como si allí pudieran aparecer respuestas. Un cansancio helado lo recorría. Entre los recuerdos, el dolor físico que aún llevaba encima y la rabia por lo que habían descubierto… parecía que no podía respirar del todo.
Entonces, escuchó unos pasos.
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