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En el salón VIP, Lucía se lanzó a los brazos de Alejandro. Con el rostro encendido de deseo, alzó la cara para besarlo.

—Alejandro, te extrañé demasiado, déjame besarte un momento.

Alejandro la sujetó de la cintura con una mano y con la otra la nuca, respondiendo con pasión. La temperatura del cuarto subió de golpe.

Tras un largo rato, Lucía, con las mejillas rojas y la respiración agitada, lo apartó suavemente.

—Ya basta, regresa con Valeria.

—¿De verdad quieres que me vaya? —preguntó él con la mirada aún teñida de deseo, acariciándole los labios con el pulgar.

Lucía bajó los ojos.

—No quiero, pero no quiero que ella se entristezca. Por mi culpa no te contesta las llamadas. Puedo esperar, vuelve con ella y después regresa a mí.

Alejandro suspiró.

—Tu comprensión me duele, tampoco quiero dejarte. Ven, sé obediente, ahora no pienses en nadie más, disfruta del placer que te doy.

Sus labios descendieron por su cuello y su pecho.

De la boca de Lucía escaparon gemidos entrecortados. Ella le arañó la espalda con las uñas.

—Alejandro, no beses ahí, no lo soporto.

—Pequeña, ¿acaso no es lo que más te gusta?

El ambiente se tornó abiertamente ardiente, y Valeria, escondida, sintió que caía en un pozo helado.

Se mordió la mano para no sollozar. “Creí que ya no me dolería... pero verlo con mis propios ojos me desgarra el alma.”

Alejandro la había traicionado no solo en espíritu, también en cuerpo.

Un ardor le recorrió el estómago; la náusea la obligó a correr al baño, donde vomitó sin parar mientras un dolor punzante se extendía por su vientre.

Acariciándose el abdomen, con la vista nublada por lágrimas, murmuró en silencio:

Perdóname, bebé, perdóname por mostrarte a un padre tan miserable. Perdóname porque no podré traerte a este mundo.

Pálida y tambaleante, salió del baño. El espectáculo en la cubierta seguía animado, pero no había rastro de Alejandro y Lucía.

Al terminar los fuegos artificiales, ambos regresaron juntos. Lucía traía una expresión satisfecha, radiante.

Se sentó deliberadamente al lado de Valeria y abrió una cajita de terciopelo.

—Valeria, este es mi regalo para ti, lo hice yo misma, gracias a ti y a Alejandro por todo lo que han hecho. Si hace cinco años sobreviví, fue porque ustedes me salvaron. Les deseo un matrimonio eterno y feliz.

En el estuche había una pulsera verde brillante, casi hiriente a la vista.

Valeria la miró atónita antes de forzar una sonrisa amarga.

—Quédatela, no me gusta.

Lucía se estremeció, los ojos enrojecidos. Instintivamente, buscó la mirada de Alejandro.

Pero él, como si no la viera, solo contempló con ternura a Valeria.

—Si a mi esposa no le gusta, entonces llévatela.

Lucía guardó la pulsera con gesto dolido.

—Al menos déjame brindar contigo. Deseo que siempre seas feliz.

Valeria aceptó el vaso y bebió un sorbo. Lucía sonrió de nuevo, pero al darse vuelta sus ojos brillaron con rencor.

Tropezó con una silla y cayó al suelo con un grito, llevándose las manos al vientre.

—¡Duele!

Un murmullo de alarma recorrió a todos. Al ver el vestido manchado de sangre, corrieron a auxiliarla.

Los presentes miraron a Alejandro. Valeria también lo miró.

Él, sin perder la calma, le sonrió dulcemente a Valeria, tomó su mano y dijo con indiferencia:

—Llévenla al hospital. Yo me quedo con mi esposa a ver el espectáculo.

Rodeada por los demás, Lucía fue llevada fuera, por otro lado, Alejandro no soltó la mano de Valeria y escuchaba con ella a la banda tocar.

De no saber la verdad, cualquiera habría creído en su actuación.

El corazón de Valeria se helaba cada vez más, mientras el dolor en su vientre se intensificaba.

Estaba por decir que quería regresar a casa cuando sonó el teléfono de Alejandro.

—Señor Luzardo, usted salió corriendo esta mañana, pero el contrato sigue sin resolverse. ¿Podría venir a la oficina? —dijo su asistente con tono apremiante.

Alejandro frunció el ceño y, tras unos segundos de silencio, colgó.

Mirando a Valeria, con un dejo de culpa, dijo:

—Mi amor, debo ir un momento a la empresa. Quédate aquí, mando al chofer a buscarte, ¿sí?

Valeria pensó con frialdad: "Está bien, ve."

Él intentó besarle la frente, pero ella fingió toser y apartó la cabeza. Sin pensar más, Alejandro se marchó a toda prisa.

Ella sabe que se fue al Hospital a por la Lucía, en cuanto se fue ya no le dolió tanto el corazón.

Esperó media hora, el chofer todavía no llegó.

El dolor en su vientre se volvió insoportable, se dobló sobre sí misma y, al ver el vaso roto en el suelo, un pensamiento escalofriante se apoderó de ella:

"Lucía me envenenó."

Con las manos temblorosas recogió los fragmentos manchados de líquido y los guardó.

El dolor se expandía desde el estómago hasta el bajo vientre. Sintió un calor líquido brotar entre sus piernas.

Marcó el número de Alejandro, pero no contestó.

Tampoco respondió el chofer.

Con sus últimas fuerzas, llamó a emergencias...
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