1: El quiebre

—Dime, ¿qué harás este fin de semana? —pregunté. 

Observé a Rick con interés, aunque él parecía tener la mente en cualquier otro lugar. Le di un suave empujón para llamar su atención. Finalmente, alzó la mirada y me sostuvo los ojos apenas unos segundos.

—Iré a la casa de la playa con Sofía y su familia. Es el cumpleaños de su madre —respondió mientras se acomodaba en el sillón y desbloqueaba su teléfono, que hacía poco le había devuelto—. ¿Estás segura de que nadie me llamó? —preguntó, con evidente nerviosismo.

Negué con la cabeza, sintiendo un nudo incómodo apretándome la garganta.

No podía seguir soportando su farsa. Era el momento de sacar la verdad a flote. Me armé de valor y, con una mirada fría, lancé la primera indirecta.

—Me parece bien que vayas con ellos. Después de todo, tú y Sofía son grandes amigos... casi parecen hermanos —dije con un tono cargado de sarcasmo.

Rick apenas se encogió de hombros y volvió su atención al celular, ignorándome.

—Bueno, no es como si te estuviera pidiendo permiso, Francisca… —giró los ojos con fastidio—. Si te molesta que vaya, no es mi problema.

Traté de atrapar su mirada nuevamente, pero seguía concentrado en la pantalla. Con fastidio, pasé la mano frente a su rostro, intentando captar su atención.

—Últimamente pareces vivir dentro de ese teléfono —dije en voz baja—. Es como si yo... simplemente, ya no te importara.

Rick soltó el aparato de golpe. Su rostro, al levantarlo, era una mezcla de cansancio y desprecio. 

—¡Ya basta, Francisca! —estalló—. Me tienes harto con tus malditas inseguridades.

Me puse de pie con lentitud. Cada gesto era controlado, preciso, como el de quien sabe que está a punto de romperse en mil pedazos, pero no piensa concederle a su verdugo la satisfacción de presenciarlo.

Me crucé de brazos y mi voz salió en un susurro, con un tono tan frío y distante que me sorprendió. 

—Detente tú, Rick. No voy a callarme esta vez —musité—. Te vi con Sofía. Ya lo sé todo.

Mentí, claro que mentí. No los había visto. Solo había leído palabras robadas de una conversación que nunca debí haber encontrado en su celular, pero no importaba. La traición estaba allí, latente, palpitante, más viva que nunca.

Rick se quedó inmóvil ante mis palabras. El silencio que nos envolvió fue como una piedra cayendo en un pozo sin fondo.

Me moví entonces. Fui hasta su chaqueta, la recogí y se la arrojé sin pensarlo.

—Fran... —murmuró él, como un niño perdido, intentando arreglar la situación.

—Vete —dije, mi voz ahora tan firme que ni yo misma me reconocí—. No hay nada más que hablar.

Podría haberlo dejado marchar así, en silencio. Pero su cobardía necesitaba ser castigada y yo quería escuchar su defensa. 

—Tienes cinco minutos —agregué—. Di lo que tengas que decir. Después, desaparece.

Quise, por un momento, que me negara todo, que me ofreciera una mentira lo bastante buena para hacerme dudar, pero Rick, en su torpeza, no supo siquiera mentir.

—Ya no te amo —susurró, evitando mi mirada—. Lo siento, Francisca. Sé que tú también lo sabes. No tenemos por qué terminar odiándonos... podríamos seguir siendo amigos —Rick bajó la mirada con evidente vergüenza y eso me bastó para cerrar aquella etapa.

Aquellas palabras me golpearon como una daga en el pecho, tanto que comencé a sentir mi respiración pesada.

¿Amigos?, ¿Después de destruir todo?.

Asentí, aunque en mi pecho se abría una grieta cada vez más profunda, la cual estaba segura que nunca lograría arreglar. 

Me di media vuelta, subí las escaleras en silencio, y cuando llegué a la seguridad de mi habitación, mi cuerpo, que había resistido tanto, finalmente cedió.

Hundí el rostro en la almohada y lloré.

No solo por Rick, no solo por el engaño. 

Lloré por mí, por todo lo que había perdido mientras trataba de salvar algo que, en el fondo, había muerto mucho antes de ese día. 

(...)

Luego de dos horas abrazada a mi propio llanto, el silencio fue poco a poco invadiendo la habitación, hasta que me mantuve en silencio, con la respiración más calmada. Entonces, comencé a pensar en Rick.

No como el hombre que acababa de marcharse por esa puerta, sino como aquel al que una vez conocí y amé con tanta intensidad. Los recuerdos comenzaron a llegar uno a uno: su risa, nuestras primeras caminatas nocturnas, las promesas murmuradas entre sábanas... y, al final, su traición.

Lo odiaba por hacerme sentir así, por convertirme en esta versión rota de mí misma. Cinco años le entregué. Cinco años de fidelidad, de entrega absoluta, de renunciar a mi propia vida para no incomodarlo.

Le di mi mundo entero, y él me lo devolvió en ruinas, como si yo no valiera lo suficiente como para mantenerlo intacto.

Entonces, en un momento de lucidez, comencé a repasar todo aquello que había estado mal entre Rick y yo. No solo sus acciones, sino las mías. Lo que yo le había permitido para llevar la fiesta en paz. 

Primero fueron mis amigos. “No te hacen bien”, decía, y yo, en vez de discutir, me alejé de todos. Dejé de ir a sus cumpleaños, de contestar sus mensajes, de aparecer en las fotos grupales.

Después vinieron las sesiones de estudio con mis compañeras. No podían extenderse más allá del mediodía. “Es peligroso volver sola tan tarde”, me advertía con una falsa preocupación que, en el fondo, sabía que ocultaba otra cosa.

Control. Desconfianza.

Lo más doloroso, sin embargo, fue cuando incluso mis silencios comenzaron a parecer sospechosos ante sus ojos. Si no hablaba, si no reía, si me quedaba en mis pensamientos, de inmediato aparecían las preguntas y la enorme desconfianza.

“¿En qué piensas?”, “¿Por qué estás tan callada?”, “¿Estás escondiéndome algo?”.

Y yo, como una idiota, me disculpaba por estar en silencio. Por ser yo misma, por permitirme sentir algo.

Pero a pesar de todo el caos que era mi relación con Rick, solo hubo una cosa nunca pudo quitarme: a Jack.

Rick odiaba a Jack con una intensidad injustificable. Juraba que él estaba enamorado de mí, que fingía esa amistad desde la infancia solo por interés.

Pero Jack siempre había sido lo más puro que tenía en mi vida. Nos unía un amor distinto, uno que no hiere, que no cambia según el estado del cielo, uno fraternal.

¿Cómo iba Rick a entender eso, si él dormía con su mejor amiga?

Me giré en la cama, aparté las lágrimas y me dije a mí misma que tenía que ser fuerte. Ya había llorado bastante.

Rick no merecía ni una lágrima más.

Me incorporé, busqué el teléfono fijo y marqué aquel número que ya me sabía de memoria. 

Cada tono que sonaba al otro lado era como presionar levemente mi corazón contra mi pecho, sintiendo como este se contraía con dolor. 

—Por favor, contesta… —susurré para mí misma, rezando que eso sucediera. 

—¿Fran? —su voz sonó como un refugio.

—Hola, Jack... —respiré hondo—. ¿Tienes un momento? Necesito verte.

—¿Estás bien? —preguntó de inmediato, preocupado. Sonreí, pues con solo escucharme, él sabía cómo me encontraba, y ese tipo de conexión era la que Rick odiaba. 

—Sí… o al menos quiero estarlo. ¿Puedes venir? Por favor...

Hubo un breve silencio en la línea.

—Claro que sí. No hace falta que digas más. Estoy en camino —afirmó con un tono de voz apresurado. Lo escuché moverse al otro lado y entonces comencé a regular mi alterada respiración. 

Jack vendría, me escucharía y todo estaría bien. 

—Gracias, de verdad —musité con el corazón en la mano—. Eres mi salvación. 

—De nada, Caracolita.

La llamada finalizó y una sonrisa creció en mis labios ante ese apodo, el cual Jack me había asignado cuando éramos solo un par de niños. Sonreí, aunque las lágrimas siguieran cayendo por mis mejillas de manera instintiva.

Me levanté y fui al baño para lavarme la cara y peinarme un poco, pues parecía un caos andante. Me miré en el espejo. Estaba hinchada, pálida, con los ojos rojos, pero seguía siendo yo y eso era más importante que cualquier otra cosa.

Mientras hervía el agua para preparar té, puse algo de música y me senté en el sofá. La espera era cálida, tranquila, porque sabía que dentro de poco, Jack vendría a ayudarme y todo volvería a estar bien. 

Mientras la música calmaba mi corazón herido, lo veía todo con claridad: nunca debí dejar que alguien eligiera por mí. Ni mis amigos, ni mis actividades, ni mis horarios. Rick me quitó tanto y lo peor fue que se lo permití.

En estos casi cuatro años de carrera universitaria, había logrado poco más que sobrevivir. No hice vínculos reales, no salí, no viví. y todo por complacer a un hombre que solo supo exigirme, pero nunca acompañarme.

—Nunca más —me dije, en voz baja, casi como un voto sagrado.

Y entonces, como una señal, sonó el timbre.  Corrí a la puerta sin pensar.

Apenas abrí la puerta, Jack me examinó de pies a cabeza. Cuando su mirada se detuvo en mi rostro, su expresión cambió por completo: sus ojos se suavizaron y su gesto se volvió comprensivo. Sin decir una sola palabra, me envolvió en un abrazo tan sincero que no supe en qué momento volví a romperme. Las lágrimas me mojaron el rostro sin previo aviso, como si él hubiese sido el interruptor de una compuerta que ya no podía sostener más.

—Tranquila, Caracolita… llora todo lo que necesites —susurró, apretándome contra su pecho con fuerza. En sus brazos, por primera vez en horas, me sentí a salvo.

Las palabras me apretaban la garganta, y entre sollozos, Jack me condujo hasta el sillón. Nos sentamos uno al lado del otro. Yo apenas podía hablar. Me limpié las lágrimas con la manga de mi sweater y traté de articular algo.

—Lo siento… no sé ni por dónde empezar… —murmuré, con la voz temblorosa por el llanto.

—No tienes que disculparte —respondió él, con una calma que me sostuvo—. Empieza donde tú quieras.

Asentí con un leve movimiento y respiré hondo.

—Terminé con Rick.

Jack me miró, primero perplejo, y luego una sonrisa muy sutil se fue dibujando en sus labios.

—Oh… qué pena —dijo, con una ironía suave que logró sacarme una mueca de risa. Me tomó una mano entre las suyas y la acarició con cuidado.

—Sé que en el fondo te alegra —le dije, sin resentimiento.

Él se encogió de hombros, sin negarlo del todo, pero no necesitaba hacerlo. Con una sola mirada yo sabía lo que él pensaba.  

—Me alegra que te hayas alejado de alguien que no te hacía bien. Pero no me gusta verte así, sufriendo —contestó con honestidad.

—Siento que ahora tengo que reconstruirme desde cero… recuperar mi vida de antes, y ni siquiera sé por dónde empezar —reconocí con una creciente sensación de fracaso.

—Tu vida antes de él era hermosa, Fran. Y todavía lo es. Solo que se te había olvidado un poco —me revolvió el pelo con ternura—. Tal vez ahora la encuentres mejor aún.

Sentí que su presencia me tranquilizaba. Jack siempre supo cómo hacerlo. Me sostuvo el alma cuando no sabía dónde apoyarla.

—¿Quieres contarme qué pasó? —preguntó con delicadeza. 

Asentí con la cabeza y entonces abrí mi corazón. 

—Hace semanas que lo notaba extraño. Creí que eran paranoias mías… ya sabes cómo soy a veces, que exagero un poco y todo me lo tomo demasiado a pecho —me reí con tristeza—. Pero entonces empecé a notar que cada vez que lo llamaban, se alejaba para contestar, como si escondiera algo. Nunca lo había hecho antes… —mis ojos pican y trago saliva con dificultad—. Pasamos de vernos todos los días a vernos mucho menos en la semana, Rick ponía excusas como que se sentía cansado o que no tenía ánimos, y yo me decía a mí misma que eso era normal, que no había nada raro... 

Divago un poco entre mis recuerdos, intentando exteriorizar todos mis sentimientos, pero me parecía muy difícil. Me sentía como un animal herido y confundido. 

—O sea, se estaba portando como un idiota —resumió Jack con una mueca. Hago caso omiso a sus palabras, pues no quería reconocer en voz alta que tenía razón.

—Ayer dejó su teléfono aquí —continúo contandole los hechos—. No me enorgullece decirlo, pero lo revisé. Supongo que necesitaba saber qué diablos pasaba —dije, bajando la mirada—. Y ahí estaba todo… mensajes, fotos. Rick y Sofía. No sé desde cuándo estaban juntos, pero sí sé que lleva mucho tiempo.

El rostro de Jack se transformó en una mezcla de rabia y sorpresa. Sus cejas se alzaron y una mueca se dibujó en sus finos labios. 

—¿Sofía? ¿La Sofía que venía a tu casa y te abrazaba como si fuera tu hermana? —cuestionó con un hilo de voz.

—Esa misma —asentí con la cabeza—. Me siento tan estúpida, Jack… confié en los dos. Y ahora estoy sola, por idiota.

—No, Fran. No estás sola —dijo firme, negando con la cabeza. Me tomó el rostro entre las manos, como si necesitara asegurarse de que lo mirara—. Nunca vas a estar sola mientras yo respire. Te lo juro. Aunque no quieras verme y aunque pasen mil años. Porque eres mi mejor amiga y te quiero desde que teníamos nueve años.

Sonreí, inevitablemente. Su amor me sanaba, porque Jack era mucho más que mi mejor amigo, era mi hermano, mi refugio, mi familia…

—Mírate… eres fuerte, eres buena, y algún día vas a encontrar a alguien que te ame como mereces. Mientras tanto, aprovecha tu vida. Vívela. Haz lo que te dé la gana, sin pedirle permiso a nadie. Nunca más —susurró. 

Su semblante fuerte y seguro me daban tranquilidad. Entonces no pude más y lo abracé con fuerza. Cuando nos separamos, se puso de pie y me tendió la mano.

—Tenemos mucho por hacer —dijo con una sonrisa cómplice— Hay que recuperar el tiempo perdido.

—¿Hacer qué? —pregunté, contagiada por su entusiasmo, pero sin dejar de sentirme miserable.

—Como devolverte a ti misma, Caracolita. Vamos a recuperar a la verdadera Fran.

Y por primera vez en mucho tiempo… sentí que eso era posible.

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