—¿Eso es todo lo que vas a comer? —preguntó Fabian con el ceño fruncido, antes de que pudiera irme.
—Estoy bien —respondí sin mirarlo, tomando mi bandeja para levantarme.
—No has comido nada, Ana —insistió con molestia.
—Se me acabó el apetito —le respondí cortante, pasando a su lado.
—Ana… —gruñó, molesto.
No le respondí. No esta vez. Caminé con calma, sintiendo su mirada quemándome la espalda, como si esperara que me volteara, como si aún creyera que podía ordenarme cuándo hablar, cuándo callar, cuándo comer o cuándo llorar.
No.
Subí a mi habitación y me encerré. Me quité el pantalón y todo lo que me recordara la incomodidad. Me puse una sudadera cómoda, una camiseta holgada, y me senté en la cama con el portátil. Había que repasar el proyecto. La reunión con mi papá era a las diez de la mañana, y si algo iba a salir bien en este viaje, sería mi trabajo.
Estaba leyendo los detalles de la inversión conjunta cuando tocaron la puerta.
Toques firmes.
Suspiré. Sabía quién era. No necesit