Volví a mi habitación sin decir una sola palabra.
El eco de los tacones de Verónica en el pasillo seguía rebotando en mi mente, igual que su maldita sonrisa. Me encerré y apoyé la espalda en la puerta. Solo entonces solté el aire que no sabía que estaba conteniendo. Caminé hasta la cama, sin fuerzas para quitarme siquiera los zapatos, y me dejé caer sobre las sábanas.
No lloré.
No grité.
Solo cerré los ojos y deseé no haber venido nunca.
Me quedé dormida así, vestida, con el corazón deshecho, aferrada a la almohada como si pudiera protegerme del desastre que era mi vida.
Cuando desperté, la habitación estaba llena de una luz pálida, como si el sol también se hubiera cansado. Me quité los zapatos, me duché sin pensar, y bajé al restaurante del hotel con la intención de tomar un café rápido antes de sentarme a trabajar.
Pero ahí estaba él.
Fabián.
Sentado en una mesa junto al ventanal, con el celular en la mano y una taza de espresso intacta. Llevaba una camisa blanca impecable, el cabe