Un giro inesperado (1era. Parte)
El mismo día
Úglich, cerca de Moscú
Katya
Tal vez no siempre es bueno sacar conjeturas, menos aún creer que un gesto es señal de que algo malo va a pasar. Pero lo hacemos. Es un instinto. Una forma de prepararnos, de mantenernos a salvo. Pensamos que, si anticipamos el dolor, tal vez no nos tome por sorpresa. Que, si no nos ilusionamos demasiado, la caída será menos dura. O quizás es simplemente que no confiamos del todo en la felicidad. La vemos como algo pasajero, casi prestado, que puede esfumarse sin previo aviso.
No es que seamos pesimistas por naturaleza. No es que estemos buscando problemas donde no los hay. Es que, cuando has vivido pérdidas reales, cuando has sentido cómo las cosas se derrumban sin previo aviso, empiezas a leer los silencios con más atención que las palabras. Comienzas a interpretar cada pausa, cada distancia, como una posible señal de que algo se está quebrando. Y eso agota.
Sin embargo, hay una parte de nosotros que se resiste. Una voz baja, casi impercepti