Lo que Robinson sabe

El corazón de Sofía latía tan fuerte que sentía la vibración en los dedos.

Arthur Robinson no era un hombre común.

Ni siquiera un hombre corriente dentro del mundo de los poderosos.

Era la clase de persona que hablaba y todo alrededor se detenía.

Y ahora, él la observaba como si fuera una respuesta que llevaba demasiado tiempo buscando.

—No entiendo… —murmuró Sofía, dando un pequeño paso atrás—. ¿Qué quiere decir con eso?

Arthur no avanzó.

Pero sus ojos la siguieron como si pudiera leerle cada pensamiento.

—Verás, Sofía… —dijo con un tono suave, casi paternal—, hay cosas que es hora de que sepas.

“Cosas”.

Una palabra demasiado grande, demasiado cargada.

—Yo… yo solo quería comprar comida —balbuceó ella, sintiéndose torpe.

Arthur soltó una exhalación breve, casi divertida.

—No te preocupes, no voy a detenerte. Pero voy a acompañarte.

—¿Acompañarme?

—A donde ibas —asintió—. Caminemos.

Sofía dudó.

Pero algo en su mirada… en cómo la observaba… no parecía peligroso.

Parecía… decidido.

Y aunque no quería admitirlo, una parte de ella quería saber.

Quería entender por qué ese hombre la miraba de una manera que nadie más lo hacía.

—Está bien… —susurró.

Empezaron a caminar por la acera.

Pasaron frente a escaparates, farolas, gente que los reconocía y abría los ojos como platos.

Arthur Robinson caminando con una chica desconocida.

Una chica humilde.

Una chica vestida sin marca.

Un escándalo silencioso en la calle.

—Cuéntame algo, Sofía —dijo Arthur, mirándola de reojo—. ¿Los Becker te tratan bien?

Ella se tensó.

—No sé qué tiene eso que ver…

—Mucho más de lo que imaginas.

Sofía bajó la mirada.

—No… no sé si debo hablar de eso.

—¿Porque te lo prohibieron? —preguntó él, como si ya conociera la respuesta.

Sofía levantó la vista sorprendida.

—¿Cómo… cómo sabe eso?

Arthur no sonrió esta vez.

Su expresión se volvió dura.

—Porque puedo reconocer la mirada de alguien que ha vivido bajo reglas injustas. No tienes que decir nada —añadió—. Ya lo sé.

Sofía tragó saliva.

—¿Es por eso que dice que no soy… Sofía Becker?

Arthur se detuvo.

Ella también.

Un auto pasó frente a ellos, levantando una ráfaga de aire frío.

Arthur la miró con una intensidad que la hizo contener la respiración.

—Porque ese nombre —dijo él en voz baja— fue un parche. Un disfraz. Algo que te pusieron… no algo que te perteneciera.

Sofía dio un paso atrás, mareada.

—No… no entiendo…

—Lo entenderás. Pronto.

Su tono no era amenaza.

Tampoco consuelo.

Era una promesa.

Sofía respiró hondo, intentando procesar.

Pero un ruido familiar hizo que se congelara.

Un motor.

Uno caro.

Uno que ya conocía demasiado bien.

El coche de Eduard.

Se detuvo justo al lado.

La ventanilla del conductor bajó.

Los ojos grises de Eduard brillaban de furia contenida.

—Súbete al coche, Sofía —dijo con voz baja, peligrosa.

Sofía sintió un nudo en la garganta.

Arthur no se movió.

Ni parpadeó.

—No estaba en peligro, Eduard —dijo Arthur con calma—. Solo hablábamos.

Eduard apretó la mandíbula.

—Nadie te pidió… hablar con ella.

—Y aun así lo hice.

Silencio.

Pesado.

Tenso.

Eduard clavó la mirada en Sofía.

—Sube —ordenó.

Ella tragó saliva.

Miró a Arthur.

Él la sostuvo la mirada, tranquilo… como si no tuviera prisa.

—Ve —le dijo él, suave—. No voy a desaparecer. Y tú y yo… tenemos mucho pendiente.

Sofía sintió un escalofrío recorrerle los brazos.

No sabía si era miedo.

O intuición.

O destino.

Abrió la puerta del coche y entró.

El motor rugió en cuanto se sentó.

Eduard no habló.

No respiró fuerte.

Solo condujo.

Rápido.

Demasiado rápido.

—¿Qué hacías con él? —soltó de repente, sin mirarla.

Sofía bajó la vista a sus manos.

—Solo… hablamos.

Eduard soltó una risa seca.

—¿Hablaste con Robinson de casualidad en plena calle?

—Yo no lo busqué.

—Pero él a ti, sí.

Silencio.

El nudo en la garganta de Sofía se hizo enorme.

Eduard apretó el volante.

—¿Te das cuenta del tipo de hombres que se están fijando en ti últimamente?

Ella parpadeó.

—¿Qué… qué quieres decir?

Él giró ligeramente la cabeza.

La miró con algo que nunca le había visto:

Algo entre celos, irritación…

y miedo.

—Primero Ethan —dijo—. Luego Sebastián. Después Robinson.

—No tengo culpa de nada de eso. A parte, el señor Robinson solo quería contarme algo.

—¿Y qué vendrá mañana, Sofía? —preguntó con voz tensa—. ¿Otro más? ¿Con otra excusa distinta?

Ella abrió la boca para contestar.

Pero él se adelantó, cortante.

—No volverás a salir sola sin avisar —dijo—. ¿Entendido?

Sofía lo miró, herida.

—Eduard… no soy un objeto.

—No —replicó él, sin pensarlo—. Pero eres mi responsabilidad.

Eso dolió.

Mucho.

Ella miró por la ventana, con los ojos quemando.

El coche se detuvo frente a la mansión Wood.

Eduard salió sin esperarla, dándole la vuelta para abrirle la puerta.

Pero Sofía no se movió.

—Sofía —dijo él, impaciente—. Baja.

Ella murmuró:

—Arthur dijo que mi nombre… no me pertenece.

Eduard apretó los dientes.

—No le hagas caso.

—Pero…

—Sofía —repitió él—. Mañana… tú y yo hablaremos de todo eso.

Ella lo miró, con el corazón a punto de salirse del pecho.

Eduard sostuvo su mirada.

Y entonces lo dijo:

—Porque mañana vas a saber exactamente qué esperan los Wood de su futura esposa.

Sofía sintió un escalofrío.

No sabía qué era lo que la esperaba.

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