Límites

Sofía se despertó con la garganta seca y el estómago retorcido.

No había dormido.

Ni un minuto.

Cada vez que intentaba cerrar los ojos, escuchaba la voz de Eduard cortando el aire:

“Mañana hablaremos del acuerdo prematrimonial.”

Acuerdo.

Normas.

Cláusulas.

Nada de “nosotros”.

Nada de “confianza”.

Solo un contrato.

Como si ella fuera una adquisición más.

Se sentó en la cama, abrazándose las piernas.

—¿Qué estoy haciendo aquí…? —susurró.

La habitación no era suya.

Ni siquiera sabía si realmente tenía un lugar en esa mansión.

Respiró hondo.

Tenía que bajar.

Tenía que enfrentarlo.

Abrió la puerta.

Y… se perdió.

El pasillo parecía interminable.

Cada vez que doblaba, aparecían más puertas, más alfombras demasiado caras, más cuadros de antepasados que la observaban como si no perteneciera allí.

—¿Cuántas habitaciones tiene esta casa? —murmuró, desesperada.

Intentó recordar el camino por el que la habían traído anoche… pero entre los nervios, el cansancio y la tensión del compromiso, todo era un borrón.

Al doblar una esquina, escuchó voces.

Primero una femenina, suave, coqueta.

—Eduard, firmaste la carpeta incorrecta.

Luego una masculina, la de él.

—Ya está solucionado.

Sofía se asomó.

Eduard estaba allí, apoyado en su escritorio, con la camisa ligeramente remangada.

Y frente a él, una mujer de belleza impecable.

Natalia.

Cabello perfecto.

Labios rojos.

Sonrisa peligrosa.

Y lo peor: estaba demasiado cerca de Eduard.

—Menos mal que me tienes a mí —dijo Natalia, arreglándole el cuello de la camisa con delicadeza—, no sé qué harías sin mí.

Sofía sintió una punzada en el pecho.

Como si algo tirara de adentro hacia afuera.

Eduard sonrió.

Una sonrisa suave.

Una sonrisa que Sofía jamás había visto dirigida hacia ella.

Natalia levantó la vista… y vio a Sofía observando desde la puerta.

—Oh —dijo con aire triunfante—, tú debes ser Sofía.

Sofía apenas pudo organizar sus palabras.

—Sí… buenos días.

Natalia cruzó los brazos suavemente, como quien marca territorio.

—Soy la secretaria personal de Eduard. Estoy aquí cuando él necesita… asistencia.

Eduard cortó la tensión con un tono seco.

—Ven, Sofía. Tenemos que hablar del contrato.

Sofía sintió el golpe como un ladrillo frío en el estómago.

Contrato.

Ni rastro de calidez en su voz.

Eduard abrió una carpeta de cuero negro.

La colocó sobre la mesa con precisión quirúrgica.

—Es simple —dijo—. Empecemos.

“Simple”.

Nada de eso era simple.

—Punto uno: dormitorios separados.

Sofía lo miró, incrédula.

—¿Separados?

—Es lo más conveniente. Evita incomodidades.

“Incomodidades”.

¿Dormir a su lado era una incomodidad?

—Punto dos: no habrá encuentros privados con hombres que no sean de la familia o estrictamente profesionales. Nada de amigos. Nada de situaciones ambiguas.

Sofía apretó la mandíbula.

—¿Y tú? —preguntó con voz baja—. ¿Tú puedes tener encuentros privados con mujeres?

Eduard la miró, serio.

—No estamos hablando de mí.

Natalia escondió una sonrisa satisfecha.

Sofía sintió algo quemar dentro de ella.

—Claro —dijo—. Nunca hablamos de ti.

Él frunció el ceño.

—Punto tres: deberás actuar en público conforme a la etiqueta de los Wood. Comportamiento impecable. Silencio cuando sea necesario. Nada de escenas.

Sofía soltó una pequeña risa, amarga.

—¿“Nada de escenas”? Eduard, tu secretaria te estaba tocando el cuello delante de mí.

Natalia abrió la boca, indignada.

—Eso fue un gesto profesional —dijo—. Eduard confía plenamente en mí. Es normal que tengamos cercanía. Somos un equipo.

Sofía suspiró despacio.

—Ya veo…

Eduard cerró la carpeta de golpe.

—No dramatices.

Ese fue el punto de quiebre.

—¿Sabes qué? —dijo ella, levantándose—. Voy a comprar cosas para la comida. Necesito aire.

—Tengo empleados para eso.

—Quiero hacerlo yo.

—No es necesario.

Sofía lo miró con esa mezcla de decepción y rabia que él no esperaba.

—¿Tampoco puedo?

Eduard se quedó en silencio.

Ella aprovechó para salir.

—Voy y vuelvo —dijo, sin pedir permiso.

El aire frío la golpeó apenas salió de los muros Wood.

A cada paso repetía en su cabeza:

No soy un contrato.

No soy una obligación.

Soy una persona.

No sabía si iba a llorar o a gritar.

Atravesó la calle.

Pasó frente a un escaparate.

Casi tropezó con un bordillo.

Hasta que una voz profunda habló detrás de ella.

—Caminas como si huyeras de tu propia sombra.

Sofía se giró.

—¿S-Señor Robinson?

Arthur Robinson.

Imponente.

Elegante.

Con un porte que obligaba a cualquiera a enderezar la espalda.

Y la estaba mirando directamente.

Demasiado fijamente.

—Nos encontramos de nuevo —dijo él, con una sonrisa apenas perceptible.

—Yo… iba al supermercado.

—Perfecto —respondió él—. Porque tú y yo… —dio un paso más cerca— debemos hablar.

La sangre de Sofía se heló.

Pero no por miedo.

Por intuición.

Algo se estaba abriendo ante ella.

Algo que llevaba años esperando.

Arthur ladeó la cabeza.

—Hoy no pienso dejar que escapes de esta conversación.

Sofía dio un paso atrás, nerviosa.

—¿De… de qué quiere hablar?

La sonrisa de Arthur se volvió más intensa.

Más intrigante.

—De ti, Sofía.

Silencio.

Un silencio que pareció morder.

—Y de quién eras —añadió él, en voz baja— antes de convertirte en Sofía Becker.

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