Ella sintió un calor que nacía desde lo más profundo de su vientre y subía, lento pero imparable, recorriéndole el pecho, la garganta, hasta encenderle el rostro.
—¡No, aléjate! —gritó con voz temblorosa.
Con una fuerza que ni ella sabía que tenía, le dio un golpe con la rodilla.
Él se dobló, soltando un gruñido ronco, y se apartó tambaleante.
—¿Quién dijo que te quiero en mi cama, Hernando? —exclamó con los ojos encendidos de furia—. No eres sexy, no eres mi tipo.
Hernando se irguió despacio, con la mandíbula apretada. Ajustó el saco con un ademán elegante, casi calculado, mientras la observaba en silencio.
Su mirada era afilada, pero detrás de ella había algo más: una mezcla de humillación y deseo reprimido.
Luego, sonrió.
Una sonrisa fría, peligrosa.
—Cuando llorabas como una mocosa pidiéndome que te aceptara como esposa —replicó con tono venenoso—, no decías eso. Aunque, sinceramente, preferiría una araña antes que a ti.
Las palabras la atravesaron como agujas.
Él la recorrió con l