Al volver a casa, Martín flotaba en una nube que le hacía olvidar, por un rato, la pesadez de los últimos meses.
Caminó por el recibidor con pasos débiles, con el bastón revisando que nada estorbara en sus pasos.
Entró al salón y, sin poder contenerse, soltó la noticia con la urgencia de quien ha descubierto una puerta abierta a la esperanza.
—¡Martín, ya volviste! —dijo Victoria.
—¡Pronto podré volver a ver, mi amor! —exclamó, y soltó un abrazo tan fuerte que parecía querer fundirse con Victoria y no soltarla jamás.
Ella le devolvió el abrazo con la ternura que la caracterizaba; le bastó sentir su cuerpo contra el suyo para creer, por un segundo, que todo lo malo podía quedar atrás.
—Mi amor —murmuró, sosteniéndole la cara entre las manos—, será así, lo juro. Volverás a ver. Confía en mí.
Los ojos de Martín brillaban con una luz nueva, pura.
No era solo la posibilidad de recuperar la vista; era la promesa de recuperar un mundo que le habían arrebatado.
Manuel, que observaba la escena