Martín cayó al suelo como si se le hubiera arrancado el aire.
El impacto resonó en el suelo; el silencio que siguió fue tan brutal como un golpe.
Manuel no dudó ni un segundo: corrió hacia él con el corazón encogido, los pasos atropellados por el pánico.
—¡Martín! —gritó, con la voz que se le quebraba entre el pecho.
Mayte soltó un sollozo que le partió el alma.
Los niños, ajenos en parte al significado real de la violencia, gritaron asustados y se pegaron a su madre como si su abrazo pudiera contener el mundo.
Mayte los estrechó con toda la fuerza que le quedó; apretó a Hernando y a la pequeña Maryam contra su pecho, como si pudiera impedir que el dolor se filtrara por sus huesos.
Pedro bajó del auto impulsado por un vértigo frío. Sus manos temblaban.
Miró la escena y fue
como ver su propia culpa proyectada en carne y sangre. —¡Hijo! —balbuceó, pero la voz le salió rota, sin reserva.
Dio unos pasos torpes, la intención de tocarlo, de abrazarlo, de suplicar perdón, pero los guardias se