Cuando las puertas del hospital se abrieron, Ilse entró corriendo como un huracán, con el alma en carne viva.
No sentía los pies, no veía el pasillo ni a la gente que se apartaba a su paso; solo escuchaba su propio corazón golpeando como un tambor de guerra.
El eco de los pasos retumbaba en las paredes blancas, frías, indiferentes, y cada segundo parecía una eternidad que la separaba de su hijo.
Encontró a Manuel y a Mayte en la sala de espera. Mayte estaba sentada con los niños a su lado; los pequeños cabeceaban, medio dormidos, con los rostros manchados por las lágrimas.
La abuela los arropaba con una manta que había traído del auto, intentando que el calor amortiguara un poco el miedo.
Ilse se detuvo unos segundos, observando aquella escena, y su corazón se convirtió en un puño de angustia.
Luego, al ver a Manuel, algo se quebró dentro de ella. Corrió hacia él, las lágrimas nublándole la vista.
—¡¿Qué le hiciste a tu hermano?! —rugió con una furia desbordada, casi salvaje. Su voz se