A la mañana siguiente, el aire olía a tierra húmeda y a flores recién abiertas.
El bosque estaba vivo, lleno de murmullos y risas infantiles que se mezclaban con el sonido del agua del lago.
Los niños corrían entre los árboles, felices, ajenos a los secretos y heridas de los adultos.
Manuel y Mayte los observaban con ternura desde lejos, tratando de aferrarse a aquella calma que tanto habían necesitado.
Todo parecía en paz… hasta que escucharon el sonido de un motor acercándose.
Un auto oscuro se detuvo a pocos metros.
—¿Quién será? —preguntó Mayte, con el ceño fruncido.
Manuel no respondió. Reconoció enseguida ese vehículo.
La puerta se abrió y Martín bajó, con su porte habitual, altivo, arrogante, como si el mundo aún le debiera algo. Pero apenas pisó el suelo, algo en él cambió. Vio a Maryam correr hacia él con una sonrisa radiante.
—¡Papito! —gritó la niña con alegría.
Martín se detuvo, desconcertado. La pequeña se aferró a su pierna. Él la miró, y su pecho se contrajo. Hubo una me