Manuel tenía los ojos desorbitados, enormes, cargados de una furia que parecía capaz de quemar todo a su alrededor.
La tensión que emanaba de su cuerpo era palpable; cada músculo de su rostro estaba tenso, como si contuviera un volcán que a punto estaba de estallar.
Mayte, apenas logrando reaccionar, no dudó un instante y abofeteó a Martín con rapidez, cubriéndose a la vez, como si de ese escudo improvisado dependiera su integridad.
La fuerza del golpe resonó en la pequeña sala, un sonido seco que pareció detener el tiempo por un instante.
En ese momento, la masajista apareció, entrando con paso firme y expresión de desconcierto.
Su mirada se movía entre los tres, intentando comprender la escena que se desplegaba frente a ella.
—¿Qué sucede? ¿Por qué están aquí? —preguntó, la voz cargada de severidad y desconcierto—. Esto va contra las reglas, los caballeros no pueden estar aquí —sentenció, firme, esperando una explicación que tal vez no llegaría.
Manuel esbozó una sonrisa tensa, fría,