Manuel cerró bien la puerta tras de sí, asegurándose de que el sonido del cerrojo resonara en el silencio de su hogar.
Con un gesto rápido y casi instintivo, escondió la cartera en un lugar donde nadie pudiera encontrarla.
Luego, con el corazón palpitante, salió al mundo exterior, dejando atrás la incertidumbre que había invadido su mente.
Al entrar en la habitación, su mirada se posó en Mayte, quien yacía en la cama, casi dormida.
La luz tenue de la Luna se filtraba a través de las cortinas, iluminando su rostro de una manera que la hacía parecer aún más hermosa y sensual.
Manuel sonrió, sintiendo cómo su corazón se llenaba de amor y deseo al contemplar la figura de su esposa.
Se recostó a su lado, sintiendo la calidez de su cuerpo, y cuando ella abrió los ojos, sus miradas se encontraron.
—¿Qué era? —preguntó Mayte, con una voz suave y soñolienta.
—Nada, solo… viento, el viento… —respondió él, tratando de ocultar la tormenta que se desataba en su interior—. Ven, déjame abrazarte. He