Manuel acarició su rostro, rompió el beso, habló, su voz profunda, y ronca, sensual;
—Eres mi mujer, te deseo, sí, deseo acariciar cada parte de ti, hundirme en ti y hacerte gritar mi nombre, lo deseo más que nada en mi maldita vida, pero también quiero amarte, quiero ser tuyo, que seas mía, meterme en tu cuerpo, en tu corazón y alma; soy un loco, soy todo lo que quieras, pero lo que siento ahora por ti, no lo siento por nadie más.
Mayte abrió ojos enormes, sus palabras hicieron que su piel se erizara.
—Manuel, tus palabras no me conmueven, seguro son palabras de alguien que quiere sexo.
Él sonrió.
—Eres mi esposa, Mayte, debes complacerme, sé que lo quieres tanto como yo.
Los ojos de Mayte se abrieron enormes, retrocedió.
Él la siguió, paso a paso, hasta que acunó su rostro, sus labios besaron los suyos.
Era inútil su resistencia, su cuerpo se encendió, él parecía su interruptor.
Sintió esas manos sobre su piel.
Sus ojos se encontraron, él podía leer el deseo en ella, el mismo que lo