—¡Señor Montalbán! —la voz del secretario tembló—. Ella… está embarazada. Nunca quiso divorciarse.
Hernando se quedó inmóvil. Su respiración se volvió un suspiro áspero, casi un gruñido contenido. Sus ojos, antes fríos, brillaron con una mezcla de rabia e incredulidad.
—¿Qué dijiste? —su tono fue bajo, pero cargado de furia.
—Que… que la señora Maryam está esperando un hijo.
El hombre apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Su mandíbula se tensó.
Durante un segundo, pensó que el suelo podía abrirse bajo sus pies.
—Claro… —murmuró con voz dura—. Ahora entiendo todo. ¡Ella quiere usar ese bebé para chantajearme!
El secretario no respondió. Hernando giró sobre sus talones y salió del despacho.
El aire afuera parecía más denso, más frío, pero no tanto como el nudo que le oprimía el pecho. Caminó hasta su auto sin mirar atrás.
Durante el trayecto, su mente era un torbellino. Cada recuerdo de Fiona se le clavaba como una espina: sus risas, sus lágrimas, la