Mundo ficciónIniciar sesiónJuliette
Seth me tomó de la muñeca y, sin esperar respuesta, me arrastró con él. Sus dedos ardían sobre mi piel. Me llevó hacia una puerta discreta camuflada en los paneles de madera de la oficina. La abrió de un empujón y me metió dentro. Era un baño privado. Pequeño, lujoso, un espacio íntimo, casi claustrofóbico. Seth entró detrás de mí y cerró la puerta. Estábamos encerrados. Solos. —Límpialo —ordenó, soltándome la mano. Me froté la piel donde sus dedos habían dejado una marca invisible de calor. Lo miré, y por un segundo, mi cerebro se desconectó. Estaba espectacularmente arruinado. La camisa blanca, empapada por mi "accidente", se había vuelto translúcida. Se adhería a su torso como una segunda piel, delineando cada músculo de su abdomen, cada curva de sus pectorales. Se veía peligroso. Y condenadamente excitante. —No soy tu jodida sirvienta, Seth. —Eres lo que diga que eres hasta que se termine nuestro trato, Juliette. Cuando no lo contradije, una sonrisa lenta y depredadora curvó su boca. —¿Con qué? —pregunté finalmente. —Improvisa. Me dí la vuelta hacia el lavabo, buscando toallas de papel o algo, cualquier cosa que me sirviera de escudo. Encontré una toalla de manos blanca, impoluta. Seth no se había movido. Estaba parado en medio del baño pequeño, ocupando todo el espacio con su presencia abrumadora. Me miraba con esos ojos oscuros que parecían desnudarme hasta el alma. —Acércate —dijo. Mis pies pesaban como plomo, pero obedecí. Me acerqué hasta quedar a un paso de él. El aroma de su colonia y el calor de su cuerpo me golpeó de lleno. Era un aroma embriagador que activaba recuerdos que llevaba cinco años tratando inútilmente de enterrar. Alcé la mano con la toalla. —Vas a tener que desabrocharla —murmuró él, bajando la vista hacia su camisa empapada. —¿Qué? —No puedes secarme si tengo la tela mojada encima, Juliette —su voz bajó una octava, volviéndose ronca, íntima—. Quítamela. Tragué saliva. Mis dedos, traicioneros, se alzaron hacia el primer botón de su camisa, apenas ocultando el temblor. Terminé de deshacerme de los botones que quedaban. La tela mojada estaba fría, pero la piel debajo ardía. Con cada botón que soltaba, revelaba más de ese pecho duro y bronceado donde tantas veces había descansado mi cabeza. Cuando llegué al último botón, justo sobre su cinturón, tuve que agacharme ligeramente. Sentí su respiración acelerarse encima de mí. —Quítamela —ordenó. Le aparté la tela mojada de los hombros. La camisa cayó al suelo de mármol con un sonido húmedo y pesado. Ahora estaba semidesnudo frente a mí. Era una escultura de granito y tentación. Subí la vista por su abdomen marcado, por las cicatrices tenues en sus costados, hasta llegar a sus ojos. Me miraba con un hambre que me hizo sentir las piernas débiles. —Sécame —susurró. Presioné la toalla contra su pecho. Empecé a frotar suavemente, absorbiendo las gotas de agua. El movimiento era hipnótico. Sentía la dureza de sus músculos bajo la felpa suave. Sentía el latido de su corazón golpeando fuerte, rápido, contra mi palma. Su corazón lo delataba. Podía fingir indiferencia, podía fingir odio, pero su cuerpo reaccionaba ante mí con la misma violencia que el mío reaccionaba ante él. —Tiemblas —dijo Seth. No era una burla. Era una constatación satisfecha. —No —mentí. —Mientes —Seth atrapó mi mano, deteniéndola justo sobre su corazón. Su palma grande y caliente cubrió la mía, presionándola contra su piel desnuda. El contacto piel con piel fué una descarga eléctrica. Solté la toalla y cayó al suelo, olvidada. —¿Tienes miedo? —su voz sonó como un desafío oscuro y bajo—. ¿Te da miedo tocarme y recordar lo que se sentía cuando eras mía? El orgullo me picó más fuerte que el sentido común. —No te tengo miedo —mentí. —Tu boca dice una cosa —murmuró, inclinándose hasta que su frente rozó la mía—. Pero esto... —apretó mi mano más fuerte contra su pecho—. Esto no sabe mentir. —Te detesto —susurré, pero la frase salió sin fuerza, convertida en un gemido ahogado cuando él movió su cadera hacia adelante, atrapándome contra el borde del lavabo. —¿Si? —Seth soltó una risa oscura contra mi boca. Su mano libre bajó por mi espalda, agarrando mi cintura con una posesividad brutal—. Tu cuerpo no dice eso. Me recuerda. Y me extraña, Juliette. —Te equivocas. Él inclinó el rostro ligeramente. Sabía leerme mejor que nadie. —¿Me equivoco? —cuestionó—. ¿No olvidas nuestros encuentros secretos o sí? Apuesto a que te tocas pensando en ellos cuando el patético marido que tienes no te complace como yo solía hacerlo. Estábamos al límite. Podía sentir su dureza rozando mi vientre a través de la ropa, haciéndome apretar los muslos. La tensión era insoportable, una cuerda a punto de romperse. Quería que me besara. Quería que me tomara. Quería que olvidara cuánto me odiaba, que me perdonara por no haberlo elegido y volver a ser suya como hacía años atrás… De repente, el sonido estridente de un teléfono rompió nuestra burbuja. Salté hacia atrás, jadeando, como si despertara de un trance. Saqué el teléfono con manos torpes bajo la atenta mirada de Seth. La pantalla iluminada mostraba un nombre. Julian. El nombre brillaba como una acusación. Seth miró la pantalla. Vió el nombre. Y su expresión cambió de amante provocador a verdugo despiadado. Una sonrisa cruel, carente de cualquier humor, curvó sus labios.




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