CAPÍTULO 1: LA LUNA DESTERRADA
El aullido de la manada desgarró el cielo nocturno como un lamento antiguo, cargado de furia, de dolor, de traición. No era un canto de hermandad esa vez. No era un llamado a la unidad bajo el manto de la Luna.
Era un juicio.
Y Nayara estaba sola en el centro del círculo, arrodillada en la tierra fría, con la sangre —ajena y propia— manchándole la piel, impregnándola como un pecado que nunca había cometido.
Su vestido, antaño blanco como la nieve, colgaba de su cuerpo en jirones. Las fibras rotas dejaban al descubierto la brutalidad de las marcas recientes: cortes abiertos, moretones violáceos, arañazos profundos, la prueba viva de su supuesta traición. Su respiración era errática, cada inhalación un recordatorio del dolor que ya no podía contener.
La palabra prohibida flotaba entre los susurros de la multitud: traidora.
Una acusación que ardía más que cualquier herida, más que cualquier golpe.
Frente a ella, como una sombra de hielo entre los lobos, estaba Gael.
Su compañero destinado. Su Alfa. Su amor.
Pero no había rastro de amor en su mirada esa noche.
Solo juicio.
Solo sentencia.
Su postura era inquebrantable, el rostro esculpido en piedra. Sin embargo, en lo profundo de esos ojos grises que Nayara había aprendido a amar, había un resquicio... un destello tembloroso de duda que luchaba por no salir a la superficie.
—La evidencia es clara —dictó Gael, su voz atravesando el círculo como una espada—. Nayara ha traicionado a la manada. A la Luna misma.
Un zumbido de voces acompañó su sentencia, un mar de rostros que alguna vez fueron su hogar, su familia, sus amigos… y que ahora eran cuchillos afilados, clavándose uno a uno en su alma.
El corazón de Nayara latía con violencia, desesperado, en su pecho herido.
—¡Es mentira! —gritó, su voz quebrada en un sollozo cargado de furia—. ¡Me están tendiendo una trampa!
Sus palabras se perdieron en el vacío.
Nadie acudió en su defensa.
Ni uno solo.
Los ancianos de la manada —esos que la habían visto nacer, que le habían enseñado las antiguas canciones de la Luna— bajaron la mirada con desprecio, como si su sola presencia manchara la tierra que pisaban.
—La ley de la manada es sagrada —tronó uno de ellos—. Traicionar a los tuyos es traicionar a la Diosa.
Nayara sintió cómo el veneno del exilio se enroscaba a su alrededor como una víbora silenciosa. No importaba lo que dijera. No importaba lo que suplicara. Ya estaba condenada.
Pero lo que más dolía no era el abandono de la manada.
Era él.
Era Gael.
El lobo que había prometido ser su escudo. El hombre que había jurado protegerla, aun contra el mundo entero.
Y ahora la sacrificaba con sus propias manos.
Gael se acercó un paso más. Nayara percibió su aroma —ese olor a bosque y a una tormenta que tanto amaba— envolviéndola como una burla cruel. Lo miró a los ojos, desafiándolo con una última chispa de la loba orgullosa que aún ardía en su interior.
—¿No vas a salvarme? —susurró. No era una pregunta. Era un ruego. Una plegaria desgarrada.
Por un instante, por un solo instante, los labios de Gael se entreabrieron, y en ese vacío Nayara vio el reflejo de un hombre dividido.
—No puedo —murmuró, tan bajo que solo ella pudo oírlo.
No era verdad.
Podía salvarla.
Simplemente, no quería.
Y entonces, con un temblor apenas perceptible en las manos, Gael alzó la voz para pronunciar su condena definitiva:
—A partir de esta noche, Nayara ya no es parte de la manada.
El grito de aprobación de los lobos estalló como un trueno, rompiendo la noche en fragmentos afilados.
El vínculo sagrado que unía a Nayara con los suyos se quebró en un chasquido invisible, más doloroso que cualquier tortura física. La conexión ancestral con la Luna, con la tierra, con su hogar… se deshilachó dentro de ella.
Y el golpe final llegó cuando Gael, sin una última mirada, sin una palabra de despedida, se dio la vuelta y le dio la espalda.
Fue como morir.
Pero Nayara no lloró.
No lloraría. No les daría ese placer.
Dos lobos se abalanzaron sobre ella, la sujetaron de los brazos como si fuera una bestia enferma, y la arrastraron fuera del círculo sagrado. Nayara no resistió. Su cuerpo ya no le respondía. Pero su espíritu, aunque quebrado, seguía gritando en silencio.
La llevaron a rastras hasta la frontera del bosque prohibido. Allí donde los renegados vagaban. Donde los cazadores acechaban. Donde los exiliados se convertían en alimento de las sombras.
La arrojaron al suelo como un despojo inútil.
La tierra fría le arrancó un gemido de dolor, pero Nayara apretó los dientes.
Uno de los lobos —un joven que alguna vez había compartido juegos con ella bajo la luz de la Luna— se agachó junto a su oído y susurró con una sonrisa cruel:
—Sobrevive si puedes.
Y luego se marcharon.
Se perdieron entre los árboles, entre las sombras.
Dejándola sola.
Completamente sola.
La Luna brillaba en lo alto, indiferente, distante, como una madre que observa a su hija morir sin tenderle la mano.
Nayara alzó el rostro ensangrentado hacia esa luz fría.
Y por primera vez en su vida, la sintió enemiga.
Su corazón, su alma, su espíritu... todo en ella temblaba entre el odio y la tristeza, entre el amor traicionado y la furia incontrolable.
Allí, en la frontera entre la vida y la muerte, Nayara supo que algo dentro de ella había muerto esa noche.
Y también supo algo más:
Lo que nacería de esas cenizas… sería imparable.