Esa noche, la ciudad parecía cubierta por una calma extraña. Desde el balcón del apartamento de Nathan se veían los techos de Milán iluminados por los faroles y el reflejo de los autos que cruzaban las avenidas. Era tarde, y el silencio solo se rompía por el leve zumbido del viento que golpeaba los ventanales.
Logan estaba de pie frente a la puerta principal, sosteniendo el casco de su moto con una mano. Había dudado más de una vez antes de venir. Había dado vueltas por las calles, había encendido un cigarro, había apagado tres. Pero al final, allí estaba. Tal como Nathan le había pedido, o más bien, ordenado.
Respiró hondo y tocó el timbre.
La puerta se abrió casi de inmediato, como si Nathan lo hubiera estado esperando. Vestía una camisa negra arremangada y unos pantalones de lino oscuros, el cabello ligeramente húmedo, el rostro sereno. Tenía una copa de vino en la mano.
—Llegaste —dijo con voz tranquila, aunque en su mirada brillaba algo más profundo, una mezcla de deseo y alivio.