La noche se había tragado el cielo de Milán como una bestia hambrienta. Las luces de neón se reflejaban en los charcos del asfalto y los motores rugían en la distancia, vibrando como un enjambre de bestias metálicas listas para desatar el caos. Logan montó su moto, el cuero negro ajustado a su cuerpo como una segunda piel, y el casco brillando bajo el resplandor de los faroles. Estaba a punto de girar la llave cuando una mano firme lo detuvo. Nathan se la arrebató con un movimiento seco, rápido, exacto.
—¿A dónde te crees que vas? —preguntó con voz baja, contenida, pero con esa autoridad que se le escapaba sin proponérselo.
—¿En serio? —Logan soltó una risa incrédula—. Joder, pero este acoso que me tienes montado no es normal. Debería ir a la policía.
Nathan lo miró sin pestañear.
—No me dan gracia tus malos chistes.
—Claro que no —replicó Logan, encendiendo un cigarrillo con una sonrisa ladeada—. Nada te hace gracia.
El humo se mezcló con el vaho de la noche, envolviéndolo