Nathan había salido del hotel con la mandíbula tensa, aún con el sabor amargo del whisky y de la conversación con Kai en su boca. La ciudad ardía en luces y movimiento, pero dentro de él solo reinaba una tormenta de contradicciones. Encendió el motor de su coche negro, un vehículo imponente que rugía como un animal salvaje.
Cerró la puerta con brusquedad y, al instante, un puño contra el volante le arrancó un dolor punzante en los nudillos. No le importó. La adrenalina que corría por sus venas funcionaba como anestesia, como si el golpe no hubiera sido más que un escape mínimo para toda la rabia que contenía.
El teléfono vibró sobre el asiento del copiloto. Nathan lo miró con fastidio. El nombre en la pantalla iluminada lo hizo soltar un bufido: Nara. Inspiró hondo y descolgó.
—Dime —gruñó, arrancando el coche y poniéndolo en marcha.
La voz de Nara llegó dulce, un tanto quejumbrosa, con esa insistencia que a veces le resultaba insoportable.
—¿Por qué no vienes hoy? Tengo deseos de pa