DALTON
No era mi novia, ni mi prometida de verdad, pero tenía esa pu**ta necesidad de acercarme y marcarla como el cruel perro rabioso que soy. Nadie, absolutamente nadie podía acercarse a ella más que yo. Era el único autorizado para probar sus besos y disfrutar de su compañía.
Me acerqué al escritorio de Lía sintiendo cómo cada paso que daba era una declaración de guerra, de esas en las que uno entra sin miedo a perder la cabeza. Elías seguía ahí, pegado a ella como un chicle en zapato nuevo, lanzando sus comentarios patéticos y halagos que ni en las peores novelas de la tarde hubieran dejado pasar. Lo peor era cómo se inclinaba, reduciendo el espacio entre ambos, como si el concepto de “zona personal” no hubiera sido inventado todavía. Era el colmo.
¡Qué perro imbécil! ¡Guau!
Pero lo que realmente me retorcía las entrañas era la manera en que la miraba, con ese brillo de quien cree que puede tenerlo todo solo porque sí. Para colmo, la mitad de la oficina parecía estar pendiente: lo