DALTON
“Divorciarnos.”
La maldita palabra seguía rebotando en mi cabeza como si alguien la hubiera puesto en repetición con altavoz en un estadio vacío. Sentí cómo la sangre se me bajaba de golpe y tuve que apoyarme en el respaldo de la cama para no caerme de espaldas.
— Dios mío. . . —Murmuré, llevándome una mano al pecho como si de pronto tuviera setenta años y necesitara nitroglicerina—. Lía, dime la verdad, ¿he sido un esposo fatal? ¿Tan malo he estado, que la única salida es hacer que nuestro matrimonio dure dos días?
Ella parpadeó, incrédula.
— ¿Qué?
— ¡Eso debe ser! —Continué, ya en modo drama absoluto—. No te culpo, ¿eh? Yo lo sabía. Seguro soy insoportable con mis manías de tener las camisas ordenadas por color, seguro ronco como oso y te tengo harta de alguna manera ¡Oh, Dios! —Me dejé caer de rodillas frente a ella, cubriéndome la cara— ¡Soy un desastre de marido!
Antes de que pudiera seguir con mi monólogo de autodestrucción, Lía me tomó la cara entre sus manos y me estampó