LÍA
El aire frío de la montaña me acarició la piel apenas salimos de la cafetería del complejo, como una mano helada que me recordó que ahí fuera todo seguía siendo peligroso, aunque por un instante quisiéramos creer lo contrario. El olor a leña quemada flotaba en el ambiente, mezclándose con el aroma dulce de chocolate caliente que escapaba por las ventanas de otras cabañas. El silencio del bosque, roto solo por el crujido de la grava bajo nuestros pasos, parecía demasiado perfecto, como si alguien lo hubiera diseñado para que bajáramos la guardia.
Dalton caminaba a mi lado, su mano rozando la mía en un gesto sutil pero protector. No decía nada, pero en su postura tensa, en el leve apretar de sus dedos, podía sentir que estaba en alerta. Yo aún llevaba en la piel el calor del abrazo de mi padre, las palabras que nunca creí escuchar de sus labios, y esa fragilidad en su voz que me había descolocado.
Y sin embargo, había una punzada incómoda en mi estómago, un presentimiento que me impe