DALTON
La imagen de Lía enfrentando a Elías era como ver a una reina en su trono, intocable, poderosa, y juro que me sentí el hombre más afortunado y, a la vez, el más obsesionado de todo el edificio. No sé cómo pude regresar a mi oficina sin levantarla en brazos y girarla como en las películas. Mi corazón latía tan rápido que temí que alguien más pudiera oírlo. El deseo de marcar territorio, de dejar claro quién era el único hombre autorizado para acercarse a ella, estaba grabado en cada fibra de mi ser.
No me aguanté ni cinco minutos. Salí directo de la oficina, con la excusa perfecta de una llamada urgente, pero la verdad era mucho más simple: necesitaba un anillo. No uno cualquiera, sino El Anillo, el que gritara “esta mujer es mía, aunque el contrato sea falso, aunque el mundo se oponga”. Caminé con el paso apurado de quien va a enfrentarse a un dragón y, sinceramente, ni las mafias Sinclair ni las cámaras del edificio me daban miedo. Lo único que me importaba era sorprender a Lía