La mañana amaneció cubierta por un cielo grisáceo, casi fúnebre, como si el mismo clima presintiera lo que iba a suceder. Pamela llegó al cementerio con pasos firmes, aunque por dentro se sentía frágil, como un cristal a punto de quebrarse. No podía dejar de pensar en Cristhian encerrado, en cómo las paredes de una celda lo mantenían alejado de ella. Y ahora, como si todo no fuera ya suficientemente doloroso, la justicia había autorizado la exhumación del cuerpo de Ciro.
El lugar estaba rodeado por agentes forenses, fiscales y curiosos que se habían enterado de la noticia. Algunos medios de comunicación ya se encontraban apostados detrás de las rejas del cementerio, hambrientos de escándalo. Pamela, escoltada por Matías y Axel, sintió cómo el aire se volvía más pesado. El murmullo de la gente se mezclaba con el sonido metálico de las palas hundiéndose en la tierra.
—Esto no es justo —murmuró Pamela, con la voz quebrada—. Ni siquiera muerto lo dejan descansar.
Axel le colocó una mano e