El eco metálico de las rejas resonó en la memoria de Pamela desde el momento en que cruzó el control de seguridad del penal. Cada paso hacia el pabellón de visitas la hacía sentir como si se hundiera en un abismo sin fondo. Había dormido apenas unas horas después de la exhumación del cuerpo de Ciro, pero no podía esperar más: necesitaba ver a Cristhian, mirarlo a los ojos, demostrarle que, a pesar de todo lo que intentaban hacer para separarlos, seguían siendo uno solo.
Los guardias la miraban con una mezcla de curiosidad y desdén. Las portadas de los diarios la señalaban como cómplice de un asesinato, las noticias repetían sin cesar las imágenes del ataúd abierto y las pruebas sembradas en su interior. Pamela sabía que cada mirada era un juicio silencioso, una condena anticipada.
Respiró hondo cuando el último portón se cerró tras ella. La sala de visitas no era más que un espacio frío, con mesas metálicas y sillas atornilladas al suelo. El aire olía a humedad, a desinfectante y a re