El eco metálico de la celda se extendía en la mente de Pamela, aunque ella no estuviera tras esas rejas. El arresto de Cristhian había resonado como un trueno en toda la ciudad; los noticieros repetían las imágenes de su captura con una crudeza que buscaba el morbo, pintándolo como culpable antes de que un juez pronunciara palabra. Pamela, frente a la pantalla, sintió una mezcla de rabia e impotencia. Quiso gritar, romper aquel televisor, arrancarle la voz a esos presentadores que hablaban de él como si fuera un monstruo.
Pero no lo hizo. Respiró hondo, cerró los ojos y recordó la firmeza de su mirada, aquella última vez en que sus manos se habían rozado antes de que la policía se lo llevara. “Confía en mí, Luz. No te dejes engañar por las sombras.”
Ese murmullo bastó para encender su decisión. No se quedaría esperando. Si la justicia quería cegar la verdad, ella misma sería los ojos que la destaparan.
Esa noche, Pamela salió de la casa con un abrigo oscuro y un cuaderno en su bolso.