Cyrus se sentía inquieto y hasta un tanto desesperado. Intentaba concentrarse en el trabajo, pero no dejaba de golpear la cabeza de su bolígrafo dorado contra la superficie de su escritorio.
Estaba acostumbrado a llevar y traer a Stella, y eso ya se le había vuelto rutina, un mantra necesario en su día a día para sentirse tranquilo y en paz consigo mismo, y especialmente para asegurarse de que ella estaba bien y que nada malo le estaba pasando. Pero esa mañana, Stella le había arruinado esa rutina tan necesaria y lo había empujado a ese abismo de desesperación e inquietud en el que estaba sumergido.
Le había llamado muy temprano por la mañana para pedirle que le diera la mañana libre para poder ir al oculista y a hacer otro mandado. Cyrus le dijo que por supuesto y se ofreció muy amablemente a llevarla, pero ella se rehusó a aceptar su amabilidad y le dijo que era algo que tenía que hacer ella sola y que se miraban más tarde.
A regañadientes, Cyrus aceptó pues no le quedaba más