El reloj marcaba las ocho en punto cuando Stella cruzó la puerta del consultorio. Afuera, el ruido de la ciudad quedaba atrás como un murmullo distante. Adentro, el ambiente era cálido, con olor a lavanda y luz suave filtrándose por una ventana cubierta con cortinas beige. Aquel espacio siempre le había parecido seguro, casi como una burbuja ajena al mundo.
—Buenos días, Stella —la saludó la doctora Morgan, levantando la vista del cuaderno donde tomaba notas. Era una mujer de unos cincuenta años, cabello gris recogido en un moño suelto, voz serena y mirada bondadosa que no juzgaba, solo escuchaba.
Stella dejó su bolso sobre la mesa auxiliar y se sentó en el sofá de siempre, cruzando las piernas con un gesto algo tenso. No hablaba aún. Solo jugaba con sus manos, retorciendo los dedos en un intento por calmar el nudo que le oprimía el pecho.
—Ha pasado un tiempo desde la última vez que nos vimos —comentó la doctora, tomando su libreta—. ¿Cómo te has sentido?
Stella respiró hondo, como s