La luz del amanecer se filtraba suavemente por las cortinas de la habitación, tiñendo todo de un tono dorado y cálido.
Stella despertó despacio, con el sonido lejano de la ciudad abriéndose paso entre sus sueños. Por un instante no recordó dónde estaba, hasta que vio el techo blanco, el ventanal, y la ropa que había dejado doblada sobre la silla la noche anterior.
Entonces sonrió.
Recordó la pizza, las risas, el abrazo en la alfombra, el «te quiero» de Cyrus pronunciado con tanta ternura que aún le temblaban las manos al evocarlo.
Recordó cómo él la había abrazado después de todo, y cómo había sentido que el miedo que la acompañaba desde siempre se disolvía poco a poco en aquella calidez.
Se llevó una mano al pecho, notando cómo su corazón seguía latiendo rápido, aunque ya no por temor, sino por una emoción nueva y reconfortante.
«Estoy enamorada —pensó con un estremecimiento—. Y no tengo miedo de estarlo».
Se levantó despacio, preparó café y tostadas, y mientras el arom