Una vez más, Stella estaba sentada frente al enorme ventanal del consultorio de su terapeuta. Se descubrió observando cómo las hojas de los árboles se movían con suavidad; ese movimiento leve, constante, la tranquilizaba un poco. Era como si la naturaleza respirara por ella en los momentos en los que sentía que a ella le faltaba el aire.
—Te noto inquieta hoy —comentó la terapeuta con su voz suave, mientras tomaba asiento en su sillón de cuero gris claro.
Stella sonrió con timidez. Tenía los dedos entrelazados, los pulgares chocando una y otra vez, nerviosos.
—Es que… no sé cómo empezar.
—Empieza por donde puedas —respondió la doctora, siempre paciente—. No hay prisa.
Stella asintió, tragó saliva y bajó la mirada.
—Creo que… creo que estoy empezando a querer algo —dijo finalmente—. Algo que me da miedo admitir.
La doctora no dijo nada enseguida. Solo la observó con atención y un gesto cálido que invitaba a continuar.
—Es sobre Cyrus —prosiguió Stella, sintiendo cómo la