El murmullo constante de la pizzería los envolvía como una manta suave, interrumpida solo por el sonido del horno y las risas de los comensales. Era un sitio pequeño, acogedor, con luces cálidas que contrastaban con el frío de la calle. Cyrus empujó la puerta para dejarla pasar primero; Stella, aún un poco tensa, murmuró un «gracias» casi inaudible y se dirigió a una mesa junto a la ventana.
Pidieron sin mucha ceremonia —una pizza mediana y dos tés helados— y durante los primeros minutos reinó un silencio que se extendió como un velo. Stella jugaba con el borde de la servilleta, sin atreverse a mirarlo directamente. No sabía qué decirle ni cómo comportarse; las palabras se le enredaban en la garganta. Cyrus, en cambio, la observaba con una mezcla de cautela y curiosidad, tratando de no parecer invasivo.
—No tienes por qué sentirte incómoda —dijo él finalmente, rompiendo el silencio—. Sé que no fue la mejor manera de empezar una cena.
Stella alzó la vista, sorprendida.
—No esto