Grecia aún vibraba con la música lejana de la gala. El cielo se había teñido de un azul profundo, salpicado de estrellas como diamantes sobre terciopelo. Las calles estaban más silenciosas a esa hora de la noche, pero Naven Fort no pensaba volver aún a la Villa.
Sofía lo miró cuando él tomó el volante del automóvil con discreción y seguridad. No dijo nada, solo lo observó mientras se alejaban del camino habitual.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella finalmente, sin temor, solo con curiosidad.
Naven no respondió enseguida. Solo giró brevemente el rostro hacia ella, con ese gesto enigmático que tanto la descolocaba.
—A un lugar que quiero mostrarte. A un sitio donde no llega el ruido… ni los ojos del mundo.
Media hora más tarde, el vehículo se detuvo frente a una antigua villa en lo alto de una colina, rodeada de olivares plateados bajo la luz lunar. Desde allí, se podía ver todo el mar Egeo extendiéndose hacia el infinito. El sonido de las olas rompiendo suavemente contra las rocas era