El sol apenas comenzaba a derramarse sobre Madrid cuando Sofía cruzó hacia el jardín interior. El aire todavía conservaba esa frescura matinal que acariciaba la piel con un susurro leve, y el murmullo de las hojas, agitadas por una brisa temprana, llenaba el espacio con una calma engañosa.
Sofía sostenía a su gato, Ares, contra su pecho. El pequeño felino ronroneaba satisfecho, enredando su cola en los dedos de ella. La muchacha, aún en bata de lino claro y con el cabello recogido de forma descuidada, parecía más una figura escapada de un cuadro impresionista que una mujer atrapada en un matrimonio de conveniencia.
Sus ojos verdes recorrían las macetas de lavanda, las rosas trepadoras que se mecían perezosas sobre las rejas del fondo. Durante breves momentos, la paz era completa. Pero entonces, la silueta masculina al otro extremo del jardín quebró la escena como una piedra lanzada en un estanque.
Naven.
Él se encontraba de pie junto al muro de piedra, revisando algo en su móvil, como